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"Nuestra historia es otra más de reciclaje de las que ya hay casi demasiadas", se ríe Benjamín Ortega cuando empieza a contar cómo arrancó la idea de esta tasca. Jaime Fernández, su pareja y también copropietario, "trabajaba en un gran banco y en plena crisis salió". Benjamín sigue ejerciendo de ingeniero para una multinacional, sin embargo, el sueño de la taberna también le sedujo a él. Cuando empezaron –se inauguró en octubre de 2017 tras muchos meses de trabajo– no tenían ni idea de hostelería, aunque sí muchas ganas de hacer algo diferente en y para el barrio. "Precisamente por eso, somos heterodoxos a la hora de hacer las cosas, aunque le hemos puesto mucha alma a todo". Una apuesta de género ecológico, pequeños productores y taberna auténtica.
Primero fue trabajar en el concepto. "Queríamos una taberna revisitada. Antes había algunas maravillosas en el barrio y llegamos en un momento en el que había mucho destrozo", dice Benjamín sentado en una de las mesas iluminadas por un bienvenido sol de invierno. Pero quizás, lo más importante en la suma del conjunto, sea el especial cuidado que han puesto en elaborar sus tapas confiando en pequeños productores. "Nos complicamos mucho la vida buscando el producto.
Al principio, fue a través de nuestro grupo de consumo 'Karakolas', de los más antiguos del barrio, que tienen una serie de proveedores ecológicos y que siguen los criterios que queríamos", afirma Benjamín. A esto se suma que han optado por género más desconocido: "De vinos no tenemos Ribera o Rioja, por ejemplo, no porque no nos guste, es por dar salida y una oportunidad a otro tipo de bodega, como la de la 'España vacía', preferimos un vino de Zamora o León".
Para las tapas se ha apostado por clásicos como las gildas, combinación perfecta para el vermú, que aquí se sirve de grifo y de botella, como el Chivo Loco de la cooperativa La Purísima. En una "carta cortita pero muy buena", se le iluminan de nuevo los ojos azules al tabernero, se han traído a Madrid tapas exitosas de fuera y poco conocidas en la ciudad como el pastel cordobés, salado por el jamón y dulce por el cabello de ángel; o los chicharrones de Cádiz, que vienen expresamente de allí preparados por 'Casa Manteca'. "Es como una panceta que va cocida con ajo y orégano, luego al horno y, al final, se corta como un fiambre", explica el copropietario antes de referirse a la favorita.
"La estrella de la casa es la marinera murciana (una ensaladilla rusa servida sobre una roquilla, que traemos de Murcia, y le ponemos una anchoa encima); si va con boquerón, es marinero; y, sin nada, bicicleta". Para él, la mejor demostración de que lo están haciendo bien son los murcianos y gaditanos que se pasan por el local a comer su marinera y sus chicharrones.
Atención a los quesos –provenientes de queserías de lugares recónditos como el de cabra de Acehúche, 'La Carantoña'– y a los molletes de 'La Conchi', llegados de Écija, y que aquí se sirven calientes con pavo escabechado, chicharrones, cecina, bacalao ahumado o pringá. A esta parte de la conversación se suma Jaime, más tímido pero también sonriente, orgulloso de trabajar con pequeños proveedores. Hay también un toque italiano rondando en algunos detalles –el fernet o las regañás que te ponen con el queso– como un claro guiño al tercer socio: el italiano Roberto Masi.
El local chiquitito resulta acogedor por los ventanales que lo iluminan y los muebles que te devuelven a la cocina de la abuela. "Algunas mesas y sillas son del Rastro, otras de Wallapop; pero el hidráulico hexagonal del suelo proviene de derribos de Valencia", explica Benjamín, quien asegura que "cada metro cuadrado tiene un poquito de sudor". Los portones de fuera también llegaron de Valencia y costó mucho adaptarlos. Ahora protegen a esas puertas rojas que recuerdan la historia tabernera en la que era imprescindible pintarlas de ese color, evocando al vino que se vendía dentro.
Son las 14.30 horas de un sábado y la tasca comienza a animarse. Un perro saluda contento a Jaime, que rápidamente se agacha para darle la bienvenida. Aquí todos son bien recibidos, incluso las mascotas. Los clientes variopintos, reflejo de la diversidad del barrio, se mezclan sin chirriar lo más mínimo con el ambiente. "Hay gente que viene sola porque sabe que se va a encontrar con alguien con quien pasar el rato. El domingo viene gente de todo Madrid al Rastro y va cambiando, pero entre semana son todos parroquianos. Si un vecino tiene que venir y dejarte las llaves, te las deja", subraya Benjamín para destacar lo que tiene de especial esta taberna: haber conseguido esa familiaridad que solo se da en la "tasca de la esquina de toda la vida".