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Son las 12 del mediodía. Un hombre vuelca todo su peso para tirar de un soga que percute las campanas de una iglesia blanca. La melodía metálica congrega, abajo en la plaza, a unos cuantos viajeros que buscan el botón rojo de su teléfono móvil para inmortalizar el momento con un vídeo. Cuando acaba el repique, le dedican un aplauso y se disuelven entre las guayabas, los panes y los quesos.
Estamos en el mercado de Arrecife, un recoleto conjunto de stands de quita y pon donde agricultores, queseros y panaderos venden sus productos directamente al consumidor, saltándose a los intermediarios, desde hace una década. Los puestos se montan cada sábado, de 9:00 a 14:00 horas, en la plaza de Las Palmas. Plaza en cuya obra intervino un joven César Manrique, diseñando parterres y elementos decorativos, para embellecerla en 1950, justo antes de la visita del dictador Francisco Franco a Lanzarote.
Hoy la plazoleta recibe la sombra de una enorme casuarina, varias palmeras y unos pequeños pero coquetos laureles de indias. Sus fronteras están delimitadas por la iglesia de San Ginés, construida a 68 pies al sur de la primitiva ermita del siglo XVI, que fue destruida por los continuos ataques piráticos. También guardan el mercado otros edificios: la casa del párroco, una librería católica, y los almacenes 'El Kilo' –que despliegan sus cilindros de telas multicolores en la puerta cuando se aproximan los Carnavales–.
Además, un bar muy popular que pone el contrapunto pagano al asunto ('La Tentación', con especialidades cubanas como la picada o la yuca frita), y un par de casonas cerradas a cal y canto, que todavía conservan un balconcito de madera, pero avanzan hacia la ruina por falta de acuerdo entre sus herederos y por una política de conservación patrimonial muy poco eficaz.
El agricultor cordobés Manolo Peláez lleva 20 años trabajando la finca ecológica 'Tres Peñas', en la vega de Tías, a unos 15 kilómetros de donde hoy despacha zumos naturales elaborados con fruta fresca exprimida al momento. Triunfa el de pitahaya, de color rosa intenso, hecho con la fruta del dragón, un cultivo de la familia de las cactáceas bien adaptado al clima y los suelos de Lanzarote. No tan habitual, pero exquisito, es un jugo verde refrescante y revitalizante que prepara con albahaca y espinacas.
"¿A cuánto los espárragos?", pregunta un hombre. "A 2,95 euros el manojo", responde Manolo. El caballero alza las cejas levemente, sorprendido por el precio. El agricultor le explica que está llevándose 300 gramos de espárragos trigueros de muchísima calidad, cultivados aquí en la isla, crecidos con la escasísima agua de lluvia que recibe este territorio o, cuando no hay, con agua del grifo. "Nunca con agua depurada", subraya Manolo, consciente del exceso de sales y de la mala calidad para el riego que tiene. En un hipermercado, un manojo del mismo producto, pero importado, supera los 3 euros.
A la mayoría de sus clientes no hace falta explicarles nada. Llegan, saludan a Pepi y a Juanita, las dos tenderas del puesto, y llenan sus talegas de tela con berenjenas blancas para un pisto, el preciado kale, un buen trozo de calabaza para un potaje, apio, batatas, cebollas jugosas de piel fina, pomelos y un buen montón de frutas y verduras. "Esto es una inversión, –dice Carlos– prefiero gastar en esto que en otras cosas". La clientela es fiel y hay confianza.
El cocinero del comedor del colegio Capellanía Yágabo también lo sabe bien. El centro educativo de Arrecife ha sido pionero en el diseño de un menú equilibrado donde no hay rastro de fritos, ni de congelados ultraprocesados. Los niños comen potajes y legumbres de la tierra cocinados con la fruta y la verdura que le suministra Manolo, logrando un 30 % más de rendimiento en la elaboración de los platos.
La fruta y la verdura ecológica suele ser más pequeña e imperfecta que la convencional, que se exhibe refrigerada en los supermercados de la isla, pulida con cera, seleccionada por su forma, transportada en barcos contenedores desde Marruecos, Inglaterra o Chile, pero gana por goleada en olor, sabor y aprovechamiento. Basta con partir por la mitad un pimiento verde de las dos clases para darnos cuenta: grueso, seco y de sabor moderado el convencional; fino, jugoso y fragante el ecológico.
"Mi padre nunca usó productos químicos", dice Manolo. Está convencido de que el sentido común dicta cultivar productos de temporada, de proximidad y sin sustancias que los engorden más rápido. "Una tonelada de agua depurada sale a 22 céntimos. Una de agua normal, a 98. En precio, no podemos competir con el agricultor convencional", explica.
Busca la sostenibilidad, no la máxima rentabilidad. Cuando se aplica el axioma capitalista y se usan productos químicos para cultivar más cantidad en menos tiempo, "la tierra se queda baldía, sin vida; tiene que pasar mucho tiempo para recuperarla". Por eso Manolo forma parte de la comunidad de regantes de Lanzarote, que lucha por recuperar y poner en marcha la infraestructura tradicional de captación de agua de lluvia.
Los aljibes se abandonaron y el campo se sustituyó por el monocultivo del turismo, a pesar de que la sequía ha sido un mal recurrente en Lanzarote, que llevó al éxodo a buena parte de la población y que hoy sigue obligando a desalar agua de mar para abastecer con agua potable a residentes y turistas. El cambio climático no ha mejorado la situación: este otoño ha sido prematuro. "Solo 15 días de lluvia y luego cinco meses sin gota de agua", lamenta. Por eso es fundamental almacenarla bien.
Un joven toca la guitarra sentado en la plaza. El pequeño casco histórico de la ciudad es un ir y venir de viajeros y de una ciudadanía multicultural en la que conviven más de 100 nacionalidades y que tiene por costumbre tomar un enyesque (tapa) en la capital para disfrutar del ambiente que genera el mercado. La encargada del puesto de la quesería 'Montaña de Haría' hace un buen tajo a una de sus criaturas. Una señora dice "ummmh" y se lo lleva para cenarlo con un vino malvasía de la isla, unas papas arrugadas y un frasquito de mojo verde.
Una bici blanca atraviesa la marina, deja a la derecha el mar y aparca en una callejuela próxima para llenar la cesta con caracoles de canela y pan de centeno con semillas, dos de las especialidades de Andy Brot, un panadero alemán que se levanta a las dos de la madrugada para preparar todos sus productos y venderlos en su tienda, en herbolarios, mercados y varios hoteles. Vuelan los cruasanes elaborados con mantequilla (no margarina) y rellenos con queso de cabra y pimentón de la quesería 'El Faro'. Son las doce y casi no queda pan de muesli, pasas y nueces.
El obrador de Andy se encarga de hornear los panes de hamburguesas de algunos restaurantes veganos de la isla. Elabora pretzels y una gran variedad de pan con distintas harinas (centeno, espelta…) que aseguran un saludable aporte de fibra. Lo fundamental es que trabaja con masa madre, "sin levaduras añadidas", fermentada el tiempo suficiente para que facilite la digestión del alimento en el estómago. El resultado: bocadillos espectaculares con pollo de corral, mostaza, rúcula y queso autóctono. Felicidad.