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Quien más y quien menos ha fantaseado con encontrar una perla salvaje, viejo icono del lujo aplicado a la joyería. Pero, ojo, si te topas con una ostra -las perlas son simplemente secreciones de nácar que producen estos moluscos para protegerse, a modo de quiste, de un grano de arena o cualquier otro objeto que le molesta-, hazte un favor y no la cojas.
Aunque fantasees con la idea de enriquecerte o conquistar para siempre el corazón de ese bombón, no te la juegues, pues en primer lugar no tienes licencia para ejercer el marisqueo y, lo más importante, no conviene que te lleves a la boca un bivalvo sin depurar. Además, escasean. Aunque pienses equivocadamente que ello le resta glamour o autenticidad, todas las ostras que te llevas a la boca son de cultivo. Y no necesariamente francesas, de Saint-Vaast, Arcachon o la costa de Bretaña. ¡Qué va!
Que se lo pregunten a César Gómez, fundador y propietario de ‘Ostras de Valencia’, firma que desde 2011 las cría en las mismas aguas del puerto de la capital levantina. El emprendedor, que durante 14 años regentó una pescadería -“era pescadero mayorista, pero limpiaba pescado”, bromea-, se dedicaba desde hacía un lustro a su cultivo en el Delta del Ebro y decidió probar la nueva ubicación motivado por la calidad y distinción de las clóchinas, primas hermanas del mejillón, que allí se criaban con donaire y sabrosura. “Si las clóchinas son tan especiales, vamos a ver si las ostras también lo son”, reflexionó. Una década después las comercializa con el sello Les Perles de València y su previsión es cerrar 2022 con una producción total de 60 toneladas y 750.000 piezas.
La mayoría de las fases de producción y sus tareas se acometen en bateas flotantes de diferente forma, estructura, tamaño y material, fijadas al fondo de las dársenas por cuatro estachas (cuerdas) aferradas a otras tantas cadenas, agarradas, a su vez, a sendos muertos de cemento de cuatro toneladas de peso. Un sistema rudimentario a prueba de temporales, testigo mudo del ir y venir de numerosos mercantes, cruceros y barcos con destino a las Islas Baleares e Italia.
Rodear la San Mateo, una vieja batea de madera -dedicada en su momento a la cría de clóchinas-, permite imaginar el abordaje a un barco pirata en cuyo casco se observaran, en lugar de cien cañones, travesaños de los que cuelgan cientos de cuerdas y las redes que protegen a las ostras más pequeñas de las voraces doradas.
Mientras, Edahi, la plataforma más moderna, se fabricó en 2016 pensando específicamente en la ostricultura. Pesa alrededor de 100 toneladas, mide 18 x 18 metros y está fabricada en Formex, suerte de hormigón llamada a sustituir al eucalipto en el sector. Es en su superficie donde se realizan distintas labores desde que se reciben las semillas.
El proceso de producción arranca, efectivamente, con la compra en Francia, generalmente en verano, de semillas producidas en tanques: minúsculas ostras que apenas miden 2-4 milímetros. Su engorde se realiza en cestas de cultivo llamadas cubanitos, en cuarterones identificados a su vez como quesitos por su similitud con las fichas y porciones del Trivial Pursuit, que pasan unos pocos meses sumergidos en el mar hasta que sus inquilinas alcanzan un tamaño de dos a tres centímetros. Es en ese momento cuando son rescatadas y cambian de residencia.
Nuestras protagonistas pasarán la mayoría del resto de su vida pegadas con cemento, en grupos de tres, a cuerdas de hasta tres metros de longitud -en cada batea se cuelgan entre 1.200 y 1.500 sogas, cada una con 90 moluscos adheridos- sumergidas en aguas del puerto de Valencia. Mientras van filtrando agua, su plancton y fitoplancton servirán de único alimento durante uno, dos o tres años, en función del tamaño que se quiera conseguir.
“Las ostras, igual que los mejillones, no se pueden alimentar porque son filtradoras, comen lo que hay en el agua, no les puedes echar nada. Podrías hacer que hubiera más plancton echando algas, por ejemplo, pero no tendría sentido. Sería inviable. No son como los peces, que les echas la comida y están esperando para comérsela. Las ostras están ahí, filtrando agua, y si esta es rica en plancton, pues comen más. Y, depende de lo que coman, tienen luego un sabor u otro”, explica Gómez.
Durante el tiempo de espera, los operarios controlan su evolución y crecimiento, y procuran alternar siembra y recolección durante todo el año. Alcanzado el tamaño deseado, las ostras se rescatan nuevamente del agua, se desenganchan de las cuerdas y se someten a una primera limpieza en cubierta, eliminando de una en una los restos de cemento y barro. Mínimamente adecentadas, se introducen en cestas metálicas -llamadas pochas- y se envían a una depuradora de Tarragona, donde se someten a un tratamiento de renovación de agua filtrada.
Y es que, antes de la sesión de spa, no sólo son ricas en vitamina B12, hierro, yodo y zinc, también acumulan bacterias perjudiciales para nuestro delicado organismo. Asimismo, esta fase es trascendental porque el filtrado con aguas diferentes permite, además, modificar la salinidad del producto final y darle nuevos matices organolépticos.
Es entonces cuando comienza la comercialización de Las Perlas de Valencia. Parte son distribuidas en el sector de hostelería -sus joyas ya han estado presentes en restaurantes señeros como ‘Ricard Camarena’ (3 Soles Guía Repsol), ‘El Poblet’ (2 Soles Guía Repsol), ‘diverXO’ (3 Soles Guía Repsol) y ‘Martín Berasategui’ (3 Soles Guía Repsol)- y parte llega al público particular a través de su tienda online y sobre el mostrador de ‘OstraBar Valencia’, despacho que regentan en Cánovas.
El establecimiento arrancó inspirado en el modelo de ‘Ostras Pedrín’ (Solete Guía Repsol), con el beneplácito de Salvador Barrés, y ha ampliado la oferta con mejillones de diferentes procedencias (Galicia, Valencia, Francia, Grecia), navajas, berberechos, gambas, cocas y tapas marinas.
César Gómez señala cuatro claves para identificar una ostra en buen estado: “que esté hidratada; que no esté seca. Que esté bien la carne, sobre todo el olor. Y que esté dura cuando la abres. Luego puede tener más o menos carne, un sabor u otro. Y tiene que estar viva, por supuesto”. Por lo demás, su calidad vendrá determinada por circunstancias como los nutrientes del agua donde se ha criado y la profundidad a la que haya permanecido sumergida.
A mayor profundidad, crecen más despacio y se obtienen moluscos más pequeños, lo que nuestro anfitrión llama perletes o perlitas. De ese modo consigue que estén “llenas de carne y con la concha durita”. En cambio, “las que crecen arriba, al principio de la cuerda, lo hacen muy desacompasadas. Cuando la concha se hace grande el bicho es pequeño; llega un momento en que deja de crecer la concha y, entonces, crece el bicho”.
“La ostra, si está flaca, es sal todo lo que tiene, no puede saber a nada más”, prosigue el empresario, que mantiene en el Delta del Ebro una firma llamada Ostras del Sol, donde persigue rizar el rizo y obtener unas ostras diferentes. ¿De qué manera? “Hubo un francés del Mediterráneo, Florent Tarbouriech, a quien se le ocurrió sacar las ostras del agua. Las sacó para que se limpiasen un poco y fue haciendo experimentos con ellas hasta que se dio cuenta de que si las tenía fuera del agua, como en el Atlántico cuando hay mareas, las ostras crecían más despacio, la concha salía mucho más resistentes y la carne resultante era mucho más dura y abundante”.
Hoy Florent, que con ‘Médithau’ comercializa unos 13 millones de piezas anuales de ostra de alta gama, es su socio en una empresa que promete lo siguiente: “Las ostras que toman el sol tienen una bonita forma, un nácar perfecto, y además están completamente llenas de carne compacta, crujiente y con un sabor muy peculiar y aromático”.
Para comprobar esas propiedades organolépticas, hay que llevarse el producto a la boca con la certeza de que es completamente seguro y desprovisto de algún que otro mito que todavía despista al consumidor. Por muy seductor, voluptuoso o repugnante que te parezca, no creas que te comes las ostras vivas -mucho menos que las matas al verter sobre ellas unas gotas de limón justo antes de ingerirlas-, realmente mueren en cuanto las abres con el cuchillo y cortas el músculo. Degolladas por así decirlo.
Por otra parte, no hay por qué contentarse con comerlas al natural. Pese al sambenito -¿nunca te has aburrido como una ostra?-, no cabe el cansancio con ellas, también ricas a la plancha, abiertas al vapor o vestidas con los mil aliños que preparan los restaurantes más creativos, desde horchata de galanga a granizado de pepino y txakoli. “Cuando una ostra la cocinas, en el momento en que le das calor la cambias por completo, igual que sucede con las almejas”, advierte César, más partidario de potenciar simplemente su sabor con una gota de limón y otra de tabasco. Aunque, puesto a cocinar, propone una receta básica, “la primera que ponemos en todos los sitios, una ostra crujiente, en tempura. La coges, pones harina, la fríes un poco en aceite limpio y está estupenda, pero ya no sabe a ostra”, matiza.
¿Y hay que temer alguna indigestión, otro viejo temor? “Las ostras planas (ostrea edulis), generalmente, no le sientan bien a todo el mundo, son capaces que retener más tóxicos para el humano y resultan más indigestas que las gigas, las ostras del Pacífico (crassostrea gigas), que son las que se cultivan ahora en todos los sitios”, tranquiliza el ostricultor.
No obstante, anima a empezar poco a poco -“no puedes comerte una docena si habitualmente no comes ostras”- y a no jugársela con esa docenita que guardas en el frigorífico de casa. “Igual gastas seis esta noche y mañana a mediodía hay una que está un poquito abierta. Bien, normalmente te la puedes comer, porque está en el frigorífico de tu casa y el día anterior estaba cerrada. Pero si tú abres una caja y hay una ostra abierta, igual lleva así dos días, igual ha sufrido una subida de temperatura. Los bivalvos, cuando se mueren, empiezan a descomponerse muy deprisa, vale la pena no correr ningún riesgo”, sentencia César Gómez.