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Prácticamente recién nacido y ya ha desatado la locura en la zona. Situada en medio del Cabanyal, un barrio en plena ebullición, 'La Aldeana 1927' se ha convertido en un espacio al que peregrinar para comer, beber y practicar el rito valenciano con más adeptos: el almuerzo (esmorzar o esmorzaret, en versión original).
La bodega, como indica su nombre, data de 1927 y es de las más antiguas de la ciudad. El paso del tiempo deterioró gravemente el local, por dentro y por fuera, hasta que antes de que se viniera abajo, llegó su salvación. Después de varios meses de reforma apareció el espacio que el nuevo Cabanyal demandaba. Respetando la fisonomía de la primera construcción, con una viga de madera en el centro y añadiendo abundantes toneles, el local conserva el encanto de las tabernas de principios del siglo XX. Ni rastro de aquel bar de quintos, de carajillo y máquinas tragaperras; de las cenizas surgió una bodega con una carta amigable y divertida, platos sabrosos para cada hora del día y una lista de vinos, vermús y licores que transportan a uno a sus mejores tiempos. Una bodega del siglo XXI.
A 'La Aldeana' hay que venir sin remilgos, dejando los amaneramientos de lado. A ser posible, bien lejos. Todo va al centro, todo se comparte y casi todo pide mojar pan. El ambiente es de taberna, pero la cocina cumple con los estándares esperados de un buen restaurante. En otras palabras: vale la pena cruzarse la ciudad para comer. O tapear. O lo que sea.
Alfonso García, el artífice del proyecto, tenía claro que quería remodelar una bodega y darle un punto diferente. "Quería coger una taberna y darle la vuelta, pero no dejar solo eso. Soy cocinero, lo mío no es abrir latas y servirlas a la mesa. Intento trabajar el producto de temporada, jugar con un ambiente distendido… como si fuera un bistró", explica el factótum de la nueva 'Aldeana'.
La carta baila entre preparaciones tradicionales con un punto creativo, desde un cremat de bravas hasta una coca de kale, pasando por un cuscús de puchero. El almuerzo merece consideración aparte. Los nombres de los platos parten de construcciones originales del responsable del local, que pone a prueba a sus comensales con chascarrillos. Entre los bocadillos, por ejemplo, el Chimo Bayo –chistorra, patata pochada y un par de huevos fritos–; Mortadela sin Filemón –mortadela, mezclum, tomate raff y mahonesa–; Tortilla Almussafí –versión del bocadillo homónimo con sobrasada y cebolla caramelizada–; o ¡Resiste, Cabanyal! –adaptación de la ensaladilla, con melva y mojama, a las reivindicaciones políticas del barrio costero–.
Para meter el garfio nada como la Sepia bruta, preparada con cacahuete y aceite de morcilla; el Pulpo con ropa vieja, tierno y con una corteza crujiente sobre una base de garbanzos pedrosillanos; o el Mullador de tomate, que hace honor a su nombre. Comprobarán que el pan es imprescindible. Para los postres, dos sugerencias, lo clásico y lo atrevido: una torrija elaborada con coca de llanda y la coca Cristina con sobrasada a la plancha.
La suya es una cocina que pivota sobre dos patas: una marcadamente mediterránea, acorde con el barrio y su idiosincrasia, y otra casera y pastoril, heredera de su madre y de su paso por Las Pedroñeras. Alfonso es autodidacta, pero no un novato. Comenzó sin haber recibido clases de cocina, con las colecciones de Antonio Vergara y trasteando en algún establecimiento. "Cuando me metí en la primera cocina no sabía ni freír un huevo", bromea.
Poco a poco, con los cursos de la Federación de Hostelería, fue eligiendo los mejores lugares para empaparse. Aprendió los entresijos de la cocina autóctona, a tratar los arroces, el respeto por el producto local y por las técnicas tradicionales. Se ha curtido al calor de Miquel Ruiz, –padre gastronómico de Ricard Camarena y Vicente Patiño– y con Manolo de la Osa, un artesano de la cocina manchega; ha tenido mando en restaurantes como 'El Baret de Miquel', 'Las Rejas', 'El Poblet' o el parisino 'Goust' y, doce años después, con un currículum envidiable, decidió que era hora de sacar adelante su propio proyecto.
Así, este valenciano volvió a sus orígenes, cerca de su familia, y encontró un espacio en el que dar rienda suelta a sus inquietudes. Se trajo lo mejor de las altas esferas y ha sabido sacarle partido sin perder un ápice de autenticidad, que traslada a sus sabrosos platos preparados al momento. El microondas está prohibido y todos los platos se prueban antes de sacarlos.
El buen producto, potente por sí mismo, es esencial en este tipo de cocina y Alfonso tiene claro en quién confía. Tomen nota: los embutidos los ponen Casa Sola y Carnes Selectas Ferrando, con hueco en el Mercado del Cabanyal; las verduras, Amparín, con parada en el Mercado Central; los pescados son cosa de Moregó y B&F, y el pan, imprescindible para rematar lo anterior, lo elabora Jesús Machí.
A Alfonso le gusta hablar con todo el mundo, que la gente se acerque a la barra, que le haga preguntas. Cocina con mucho mimo y teniendo en cuenta quién se sienta a la mesa: lo que se pueda, sin gluten; las leches crudas, desterradas, y si hay que pasar por la sartén el pescado, se pasa. "No pongo el grito en el cielo. Si viene una mujer embarazada y tiene miedo de comer crudo, se lo hago. El plato es para ellos".
En poco tiempo, su forma de hacer las cosas le ha valido la confianza de los vecinos del Cabanyal, tanto de los residentes que bajan a por un buen almuerzo, como de los nuevos foodies, que han llenado la red de las capturas de sus platos. Arrancó el 27 de marzo de 2018, en vísperas de Semana Santa, y en pocas semanas corrió la voz como la pólvora. Quizá por la autenticidad que destila, por el cariño en cada plato y por el empeño en el buen hacer. La vuelta a los orígenes, la recuperación de espacios como las tabernas, de desnudar el producto y extraer su potencial está lejos de ser una moda y más cerca de ser una filosofía en la cocina. Lo de antaño, lo de casa, lo de la abuela, ha vuelto para quedarse. Y se ha quedado en El Cabanyal.