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Restaurante ‘AQ’ (Tarragona)

Cocina artesana sin trincheras ni mantel

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Actualizado: 15/03/2022

Fotografía: Manu Mitru

Ana Ruiz y Quintín Quinsac se declaran "frikis" de su profesión. Aman la cocina desde todos los ángulos posibles. Además de esforzarse a diario por ofrecer el mejor producto de temporada -no necesariamente el más caro-, viven el reciclaje perpetuo y viajero a las cocinas de sus colegas casi como una obligación. 17 años de trayectoria avalan la cocina de su restaurante 'AQ' (1 Sol Guía Repsol), impregnada del temperamento exigente y generoso de esta pareja tan gourmet como bien avenida: un sitio con la personalidad de un gastronómico y la filosofía de una casa de comidas en la parte alta de Tarragona.

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De Ana Ruiz sorprende su timidez, esa que aflora cuando acaba el servicio. Minutos antes, tras la barra del restaurante 'AQ' (Recomendado Guía Repsol), ella es la jefa, la que toca los acordes y el resto de los 13 cocineros bailan al son que ella mande. Es una música vivaz, que se agradece: trasteo de cacerolas, pasos apresurados, comandas a viva voz.... “Nos hemos acostumbrado a cocinas asépticas, a chefs con guantes que cortan el atún como si le hicieran un masaje. Esto es de verdad”, anuncia Quintín Quinsac, el 50 % de esta aventura (la “A” es por ella; la “Q”, por él) que ya dura 17 años.

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Ruiz cocina, emplata y manda con soltura. Saca un precioso lomo de atún Balfegó de un táper. Lo ha curado con pimentón dulce de la Vera durante varios días (Lomo marinero sin embuchar). Rebana unas lonchas que deposita a ralentí en una cama de calçots calentitos y lo vuelve a meter a prisa en la nevera. Lo salsea con una vinagreta de romero y lo remata con unos brotes de cilantro. Dos minutos. El camarero ya está al lado, esperando presto para llevarlo. “¡Mesa 4!”, grita. “¡Oído!”, le responden.

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Frenesí en una casa sin muros

El servicio de este pequeño restaurante de la parte alta de Tarragona es el de una cocina sin filtro, frenética. Y ese espacio -el territorio de Ana Ruiz- ocupa más de la mitad del restaurante. En un rincón asoma una kamado verde vejiga bajo una campaña industrial como un porche metálico. Al fondo, azulejos negros relucientes, justo delante de la mesa donde vuelan los tápers y todo acontece. Dos barras de madera, solo cortadas por el paso a cocina, pertrechan esa inmensa cocina. Detrás, un reservado separado por una falsa ventana de estructura metálica es el único sitio donde comer sin ser visto. Las pobres mesas junto a la pared se pierden también el espectáculo.

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Unos gatos de la suerte (Maneki-neko) multicolores junto a la caja, calaveras de colores mexicanas, cabezas de toros en papel maché ancladas al muro… La pareja de este afamado restaurante ha crecido cocinando y disfrutando en este rinconcito que es muy suyo.

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“Todo está ahí porque son cosas que nos gustan y hemos ido coleccionando con el tiempo. No tienen ningún sentido profundo”, avanza Quinsac, que ya planea incorporar una pintura de gran formato de una artista amiga con la que quiere “incomodar al comensal”. Diferimos un poco. Son esas rarezas -como las tacitas de café del rastro dominguero local-, justamente, las que te hacen sentir como en -su- casa. En las antípodas de esos restaurantes de ficción interiorista a los que ellos mismos se han cansado de ir.

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Seguir a los acólitos e improvisar

Quienes recalan aquí vienen atraídos por el boca-oreja y por algunas críticas acertadas de gourmets y gastrónomos, que pasan revista regularmente a esta sala que en su día fue restaurante de mantel -“era un poco elitista y no funcionaba”, reconocen- y, mucho antes, casa privada con un patio interior. “Era preciosa, nos enamoramos de ella cuando buscábamos emplazamiento”, recuerda Ana. De aquella primera etapa guardan un amargo recuerdo, el de la crisis de 2008, donde casi tocaron fondo: “Hicimos tres ceros seguidos en el servicio. Era un modelo de negocio pionero en aquel momento, pero que no funcionaba”, recuerda Quintín. “Era frustrante”.

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Supieron rectificar. De aquel agrio recuerdo, ni rastro. Los últimos clientes de un servicio en apogeo llegan a la verja de hierro que se conserva en la entrada. Y parecen no estar muy seguros de que están en el sitio adecuado. Tras ella, esos acólitos que han venido a jugar piden el falso ravioli de gamba de Tarragona al ajillo, el falso coulant de pulpo con patata, huevo y butifarra del Perol, y el steak tartar. Platos que llevan 15 años.

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Nosotros claudicamos con otro must del establecimiento: la patata brava en lingote con romesco y alioli. “Es patata agria por fuera, para que quede crujiente, y monalisa por dentro, que es más fundente. Prensamos las láminas con una placa con agua una hora y freímos”. Gustosos, los calamares en su tinta -las patas guisadas, por un lado, y su cuerpo, salteado por otro- con ñoquis caseros. “Tenemos demasiados platos que no podemos quitar. No sé porqué gente que ha venido ya unas cuantas veces repite platos. Aquí siguen pasando cosas chulas”, se queja Quintín. A saber.

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Aquí y allá, en la barra de madera parejas acarameladas, amigos brindando… y algunas manos se alzan inquietas demandando más vino. Quintín va al acecho: “¿Una copita de jerez?, ¿un oloroso?”. Cocinero de formación -ambos se conocieron en la escuela de hostelería de Castellón- y sumiller de adopción, le encandilan desde hace años los vinos jerezanos. “Es la evolución lógica para quienes amamos el vino”, defiende, “suerte que de vez en cuando engaño a alguien y me lo paso bien”. Imposible no darse cuenta. La mitad de la carta líquida y un altar en la entrada con dos botas rinden pleitesía a los generosos.

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Ahora aquel patio está tapado por una claraboya que deja entrar la luz natural en su privado, al fondo. La reforma de 2016 (a cargo de Alfons Tost Interiorisme, artífices de lugares tan mágicos como ‘Espai Sucre’ o el ya extinto ‘Montvínic’) quitó peso al espacio, lo dotó de libertad y ahora circula la energía y la buena cocina.

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“Somos unos frikis”

Su carta es estrecha, condensada. Ana la cambia a diario con el esfuerzo digno de una esclava feliz. “Con cuatro platos a compartir es suficiente”, nos avisan. No engañan. A los must citados más arriba se suman un rosario de elaboraciones militantes de una mix centrifugadora de recetarios y continentes: crudos, fritos, asados y guisados. Todo bebe del recetario de su madre -la conocimos vía Instagram durante el confinamiento- y de esos viajes y visitas que la pareja ha hecho a los establecimientos de sus amigos -y sigue haciendo-.

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No escatiman kilómetros: “Somos unos frikis. Hemos estado en todos lados, yo estoy ya un poco cansada”, asume Ana, “pero a Quintín le chifla ir a comer menús degustación interminables como el primer día”. De su última expedición -diez días en Cádiz a todo tren- se trajeron la amistad de Pedro Aguilera (‘Mesón Sabor Andaluz’) y una visita a su restaurante para hacer un cuatro manos.

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Sostienen que lo mejor de compartir proyecto empresarial y vital es la “complicidad y el apoyo mutuo”, algo que se respira. “No podría estar con una mujer que tiene otra profesión, una decoradora, por ejemplo, que no compartiera mis miserias. Nos ha ido muy bien trabajar juntos”.

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Fans de las tallas grandes

Y así, ‘AQ’ ha acabado siendo la evolución de Ana y Quintín en lo personal y en lo culinario. Probamos el impresionante jarrete, cocinado a 78 grados durante 12 horas y bruñido con una potentísima salsa de cordero a la sartén, de esas que piden lamerse los dedos con lujuria y abnegación. Y entendemos a esos parroquianos que frecuentan y repiten. Los aguerridos camareros rezan porque el imponente trozo cárnico guarde el equilibrio sobre unas mínimas verduras y un cuscús impregnado con ras el hanout que le hacen de cama.

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“Cuando sacas un jarrete todo el mundo se hace el sueco mirando hacia otro lado -espeta la chef, a quien le importan más las cocciones justas y el sabor que los emplatados-. Mi intención es que prueben cosas nuevas, que se dejen sorprender”, defiende Quintín. Para Ana “nunca hay suficiente comida en el plato” y no le pesa que varíen menos. Las caras de satisfacción recorren las mesas. “Me he esforzado un montón en tener un restaurante al que la gente quiera venir. Si das lo mejor de ti has de estar contento”, remata la chef.

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Ahí está también el apabullante canelón de pollo y ternera cocinado al vino de jerez, con la deliciosa butifarra de Cal Rovira (‘Els Casals’; 2 Soles Guía Repsol), bechamel y un pecorino trufado rallado con generosidad por encima. Generosidad: como con el vino, pero en el plato. “La salsa española que acompaña es de jugo de pollo al ajillo”, detalla Ruiz.

Perspectivas que acaban en el mismo punto

Para cerrar el ciclo, un lemon pie con base de chocolate y avellana de Reus, crema de limón (bastante ácida) y un merengue -sopleteado ligeramente- con un suave helado de albahaca hecho en casa; un contraste tan clásico como funcional.

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Como en una encarnación moderna de los televisivos George y Mildred, en la relación de ‘AQ’ hay disputa. Uno quiere aligerar raciones; otro prefiere la contundencia, aunque se pidan menos platos. Y es curioso que uno y otro ángulo acaben en el mismo sitio: unos quizás vuelvan para probar más; otros para repetir lo que han catado.

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La cuerda de este tira y afloja se desenreda cuando, hablando de raciones y sitios gourmet que han visitado, todos acabamos conviniendo que “las personas volvemos a los sitios donde nos han tratado bien y cuyo sabor recordamos”. Y el sabor y la generosidad son las piedras angulares de la cocina de esta logroñesa -como el vino que a Quintín le gusta tanto defender-. “Qué bien cuando todo es de verdad. Cuando no hay rigideces de menú, cuando te sientas, comes, disfrutas y el tiempo pasa volando”, reflexionan. Suscribimos cada palabra.

‘AQ’ - Carrer de les Coques, 7. Tarragona. Tel. 977 21 59 54.
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