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Mariscos, arroces, carnes y verduras que se entremezclan sin complejos en platos que huyen de lo común para buscar parajes nuevos. La sobrasada, las anchoas y las setas cocinadas a la perfección en un restaurante con la vista fija en el territorio, en la proximidad y en la importancia de ser cabezota con lo que uno desea.
Ulldecona es una localidad en la comarca del Montsiá, en la provincia de Tarragona. Si uno va por carretera, deberá conducir unos 200 kilómetros; unas tres horas de tren la separan de Barcelona. Es un pueblo soleado, tranquilo, a tres suspiros del Delta de l’Ebre, en el que vivir es sencillo para aquellos que huyen del ruido cotidiano.
También es un rincón gastronómico de primera clase, y gran parte de culpa se la deben a un cocinero que se empeñó en hacer carrera allí, pegado al terruño, sin necesidad de recurrir a los atajos de la urbe. Su nombre es Jeroni Castell y desde su restaurante, 'Les Moles', dedica su tiempo a hacer apología del huerto, del producto que recoge con sus propias manos –de hecho, la entrada a su precioso establecimiento es ya una muestra de la filosofía que impregna 'Les Moles', donde la fuerza del territorio lo es todo–: "nuestra entrada, con el huerto, es una declaración de intenciones llevada al extremo", afirma el chef. Todo ello toma forma en un local de maderas nobles, manteles brillantes y decoración que aúna estilo, sobriedad y elegancia.
Castell tiene dos pasiones, la cocina y el RCD Español. Las dos son muy públicas y son muchos los pericos de renombre que tienen en 'Les Moles' su segunda casa. Por lo que respecta al otro asunto, al gastronómico, el chef se sienta –por méritos propios– en la mesa de los grandes chefs catalanes. Un Sol Guía Repsol saluda al visitante en la puerta, y no hace falta esperar mucho para darse cuenta de que el restaurante juega en las grandes ligas de la alta cocina.
Antes de empezar el servicio, Castell se sienta con nosotros para explicarnos de dónde viene, dónde va y dónde tiene pensado ir. "Definimos la cocina de 'Les Moles' con un acrónimo: PTD. Proximidad, técnica, diversión. Pero ojo, diversión bien entendida, buscando la sorpresa, que no sea solo que esté muy bueno, obviamente. Nosotros trabajamos la proximidad no solo con el corazón, sino con los argumentos. Porque el territorio los tiene. Queremos que vengas y cuando salgas por la puerta puedas decir que te hemos sorprendido", cuenta relajado, pero insistente: "soy muy tozudo, si yo digo que la corriente del río va hacia arriba, la corriente del río va hacia arriba".
El restaurante tiene dos plantas. Y sirve dos propuestas completamente distintas: una es un menú de 30 euros, para aquellos que no quieren renunciar a la cocina de Castells ningún día de la semana; la otra es un despliegue de alta cocina que justifica una, dos y diez visitas. Escogemos una suerte de mix, para poder degustar lo mejor de cada casa.
Castell es un hombre cuya formación no pasó por la ortodoxia de las escuelas de cocina, ni procede de una dinastía de chefs, y el de Ulldecona no tiene ningún problema en revindicarlo: "En un momento dado, y como no sabía guisar, me apunté a unos cursos de cocina en Amposta para amas de casa, con una señora maravillosa, Maria Cinta Bayarri. Cuando hay momentos bonitos, como estos de ahora, siempre me acuerdo de ella. Y me ayuda mucho a mantener los pies en tierra", cuenta.
Impresiona el aperitivo del menú, de un nivel que resulta difícil de ver incluso en la capital catalana: unas hojas de anet, con una galleta de aceite de oliva y merengue de remolacha. Platos de bocado, bien resueltos en su alianza para sorprender al comensal en tres pasos perfectamente pergeñados. Los acompañamos con un vino de la casa, obra de Carmen que ejerce de estupendo sumiller y nos ofrece un blanco joven, perfecto para empezar el banquete.
Lo siguiente –verlo para creerlo– es un helado de bocadillo de sobrasada de anchoas. "Una recreación de mi bocadillo favorito", dice Castells. Seguramente, hay algunos cocineros ahí fuera que podrían haber ingeniado algo así, pero solo un puñado de elegidos podrían haberlo ejecutado: fresco, sabroso, jugando con la memoria del que lo toma, a poco que haya vivido una infancia entre panes. Un auténtico trampantojo gastronómico, bien hilvanado.
Los panes, también hechos en la casa (cereales, sobrasada, aceitunas negras, sésamo y lino, etcétera) ayudan a mitigar la espera hasta el siguiente plato, un clásico de la casa, de esos que es imposible dejar de hacer a menos que uno quiera enfrentarse a una turba de clientes exacerbados: la ensalada de gambas con cebolla, tomate y verduras. Aquí en una versión langostinera (solo se hace con gambas si esta es como debe ser) llena de delicadeza, con toques marineros, cítricos y una cebolla suave: todo en pequeñas dosis, ideales, sin llegar a ese minimalismo tan molesto que parece acompañar a la haute cuisine. Una combinación refrescante que reinventa una receta conocida, dándole ese matiz que los amantes del buen comer buscan en cualquier restaurante de enjundia.
No nos importa repetir langostino porque el siguiente plato también tiene su aquel: carpaccio de langostinos al ajillo. La clave del plato no es otra que el corte del crustáceo (perfecto) y lo sutil del acompañamiento, que obviamente no es un ajillo al uso. Otro plato pensado para engañar al paladar, que en boca es un despliegue de fuegos artificiales.
Y claro, con vino nuevo: el Carmen. Un Macabeo de 2016, con menos de 500 botellas, maduración magna cum laude. "Uno de esos experimentos que podrían haber salido mal pero que nos han salido perfectos", cuenta la propia Carmen (huelga decir quién bautizó el vino) con una sonrisa de 180 grados.
Con el blanco de barrica ya sobre el mantel, llega el que seguramente sea el plato estrella de 'Les Moles': el canelón de sepia con langostinos y setas de temporada, finiquitado con una vinagreta hecha con la propia cabeza de los langostinos. Imposible disfrutar tanto de un crustáceo y verlo en tres versiones tan distintas en la misma velada.
Quizás sería un tópico utilizar la palabra "genialidad", pero es complicado pensar en ninguna otra. Este canelón es el gran clásico de una carta larga y muy bien pertrechada, y lo es por una razón: "Hay dos o tres momentos en mi vida en los que he pensado 'joder, no se me da mal esto'. Uno de ellos fue cuando en 2001, hice los canelones de sepia con setas y gambas, porque cuando dejas de copiar cosas que están buenas y empiezas a hacer las tuyas propias, te salen algunas barbaridades, así que da un poco de vértigo. Pero este me quedó bien. ¿Sabes por qué lo sé? Porque estamos en 2020 y aún sigue en la carta", confiesa Castells.
El arroz negro, al punto de cocción justo, rotundo, redondo, crujiente, llega a la mesa con un complemento directo incomparable: un all-i-oli afinado, delicioso. La mezcla de ambos es de una potencia imparable. Por supuesto, el arroz es marca de la casa y se nota, pero probado en pequeñas dosis es como poner un solo pie en aguas cristalinas sin tener la oportunidad de bañarse luego. Aconsejamos poner toda la carne en el asador e ir un día a probar un arroz entero, en ración completa.
Hablando de carne: acabamos el festín con un meloso de ternera con albaricoque y frutos secos. Sin novedad en el frente: carne en su punto, una salsa magnífica pensada para un match inmediato con la proteína y el remate perfecto con la textura del fruto seco.
Por supuesto, lo destacado para el final, con unos postres de los mejores que se pueden probar hoy en día en la piel de toro. No exageramos. Primero una tabla con cuatro piezas de un puzle que parece irresoluble pero que Castells se maneja para resolver de manera superlativa. La eterna pelea entre dulce y salado, en cuatro sencillos pasos: pimienta, vinagre, aceite y sal. El bizcocho a la pimienta es esponjoso, tremendamente suave; lo mismo puede decirse del helado, irrebatible.
Mundos aparte son la lágrima de aceite y el aire de vinagre balsámico de Mercè de Menescal: postres celestiales. Y de colofón, lo que en 'Les Moles' llaman "El jardín". Un postre con violetas, helado de rosas, hibisco y tomillo, que enamora a los ojos mucho antes de llegar a los labios.
"Llegar hasta aquí ha sido muy complicado. El gran reto fue y sigue siendo, de hecho, avanzar cada día. Porque creo que lo mejor de 'Les Moles', y lo creo sinceramente, está por llegar. Y es algo que me repito cada día, como si fuera un mantra. Me siento cómodo con la ambición y la presión, pero no con el conformismo y la calma. Y te digo una cosa: si hiciera lo mismo que hacía hace 27 años ya habría incendiado el restaurante. No los fogones: el restaurante (risas)".