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“El 72 % del pescado coagula a 45 ºC. La miosina coagula a 45 ºC. ¿Cómo cocinas a 68 ºC?”… “El goteo intramuscular de la carne reacciona a 50 ºC y la gente te dice: yo cocino siete horas a 72 ºC”… “La holandesa la hice en 90 segundos”… “720 gramos de uno, 620 gramos de otro, 45 ºC durante una hora y media y, luego, se lleva a 62 ºC”… “Cuesta 3,80 euros la unidad”… “Ha perdido un 4 % o un 5 % de humedad porque el agua en movimiento ha bajado de un 7,2 a un 3,4”… Diego Schattenhofer tiene la cabeza llena de números, su pensamiento lo estructuran, en buena medida, fórmulas matemáticas y habla continuamente en términos de temperatura, tiempo, precio de coste, porcentaje… Tal ebullición intelectual revela el carácter metódico, inquieto y perfeccionista de un cocinero infatigable que abraza la ciencia, colabora con entes como el Instituto Canario de Investigaciones Agrícolas, el Instituto Español de Oceanografía y el Centro Superior de Investigaciones Científicas, y puede presumir de no pocas innovaciones de mayor o menor recorrido.
Atendiendo a sus palabras, fue el primero en utilizar hielo seco en un restaurante español y el tercero en recurrir al nitrógeno líquido. Sólo en 2008 dio a conocer al menos cinco novedades técnicas, entre ellas la espuma voladora, las tapas voladoras y la gelée al momento. También presentó el cangrejo rey y el carabinero canario cuando nadie los trabajaba. En 2020 se atrevió a anunciar una “pomada gastronómica” que supuestamente protegía temporalmente del dichoso covid… Y sigue un largo etcétera, pues los descubrimientos se amontonan en la hoja de servicios de un argentino que a los 19 años impartía clases en tres escuelas diferentes de cocina… ¡sin haber estudiado!
Pronto fue chef ejecutivo de siete restaurantes de Joan Coll y tuvo tiempo de trabajar con otros grandes como Pablo Massey y Francis Mallman antes de cruzar el Atlántico y seguir creciendo a las órdenes de luminarias como Martín Berasategui (‘Martín Berasategui’; 3 Soles Guía Repsol), Francis Paniego (‘El Portal de Echaurren’; 3 Soles Guía Repsol), Juan Pablo de Felipe y Paco Pérez (‘Miramar’; 3 Soles Guía Repsol). Hoy dirige la cocina de ‘Taste 1973’, el restaurante gastronómico del hotel ‘Villa Cortés’, único cinco estrellas gran lujo en Playa de Las Américas (Tenerife), que en su reapertura pospandemia ha emprendido una aventura que tiene como fin el rescate y reivindicación de la riqueza aborigen mediante la recuperación de técnicas, ingredientes y utensilios.
“Sabemos qué peces comían los guanches, cómo los pescaban, y queremos que los comas en perfecto punto de cocción, que no haya ni una proteína coagulada. También estamos trabajando la genética canaria de verdura. Perseguimos lograr algo que no puedas comer en otro sitio. Quiero que todo tenga una identidad, como me inculcó Paco Pérez, partiendo de un producto local 100 %. No por la moda, no por esnobismo, sino porque creo en el choco (sepia) de aquí y en el atún que está llegando, y a la vez quiero contarte una historia”, expone el chef, que con dicho propósito trabaja incluso la creación de aromas. “Estamos en ello, queremos crear 12 nuevos aromas y tenemos la nariz electrónica comprada. Estoy loco con el tema. Quiero que vengas, te sientes a comer y yo te diga: esto te huele al Teide”.
Schattenhofer no está solo en este trance culinario, pues se apoya tanto en pescadores y cabreros como en sus compañeros de Gastrosinapsis, equipo de trabajo multidisciplinar que reúne a historiadores, neurólogos, biólogos, científicos, psicólogos e ilustradores. Juntos persiguen metas como lograr que el menú perdure en la memoria -“tú comes y a los tres o cinco días te has olvidado de él”- y abordan misiones como rescatar del olvido y de las profundidades marinas especies autóctonas como el cangrejo rey, el carabinero y el camarón cabezudo. Y, asimismo, es digno de mención el esfuerzo hecho en el apartado de las maduraciones.
“Buscamos acercarnos a la prehispanidad, a cómo curaban los primeros pescadores los pescados, la famosa jarea. Leímos Modernist cuisine y nos enteramos de cómo era el proceso enzimático, de cómo la descomposición aumentaba el tono de los azúcares, de cómo se descomponían las microfibras y la parte acuosa interna del animal se iba reduciendo, secando, y de cómo se modificaba esa morfología del músculo después de haberlos colgado durante 30 o 40 días”, expone Diego antes de referirse a casos concretos.
Las posibilidades abarcan tanto carnes como pescados. “Un lenguado con siete días de maduración es ideal para una meunière, pues la acidez aumenta, hay un matiz diferente, es mucho más suave en boca y, a su vez, tiene menos jugosidad al perder la humedad. La tableta (virrey) es el pescado que mejor resiste esta maduración, junto al cherne negro, el romerete y la vieja. En el pichón, por ejemplo, aumenta muchísimo más el tono dulce, cambia el color y la piel queda mucho más crocante al tener menos humedad. En la cabra hemos notado tonos muy raros que nos han sorprendido, como el tono a manzana y vainilla del baifo (cabrito). Y en la palometa nos recuerda mucho el aroma de una carne, de algo salvaje”, repasa el cocinero e investigador.
Todo ese conocimiento se vuelca en la propuesta gastronómica de ‘Taste 1973’, y más concretamente en Roque Guincho, un menú “vanguardista a nivel proteico” que pone el acento en la canariedad y se compone de género de proximidad, de agricultores y ganaderos tinerfeños, y de pescadores de El Hierro. Su producto se emplata en parte en una vajilla de Mila Santana, que reproduce piezas de barro aborígenes encontradas en el yacimiento arqueológico de Guargacho, en San Miguel de Abona.
Incluso el centro de mesa prescinde de flores y contiene más réplicas de piedra oxidiana, utilizada por los guanches para hacer herramientas de corte, y un par de minigánigos, recipientes de arcilla utilizados por los antiguos pobladores de las islas. Todo dispuesto sobre rofe, la gruesa arena volcánica que cubre, por ejemplo, los viñedos en Lanzarote.
Nuestro protagonista rehúye el show -“por el momento, lo tengo apalancado”-, pero la puesta en escena se cuida en un restaurante con cocina vista donde los camareros ofrecen todo tipo de explicaciones para contextualizar la experiencia. Recurren incluso a mapas sobre los cuales se dibujan los referidos gánigos, volcanes, crustáceos, cabras, anzuelos, aves, antiguos pobladores… Y lo primero que te hacen saber es cómo detectaban antaño los pescadores la presencia de atunes: a falta de radar, se fijaban en la posición y los movimientos de los bandos de pardela cenicienta, siempre pendiente de la dieta de túnidos y delfines.
La historia viene a cuento porque el festín arranca con un tartar de ventresca de atún patudo canario, cubierto de caviar osetrá y dispuesto sobre un bloque de hielo que lleva incorporados aromas complementarios a jengibre y ficoide glacial, para mayor disfrute de quien desee darle un lametazo. Y a continuación llega otro tartar, esta vez de choco, bañado en un caldo de marcada acidez y carácter cítrico que resulta ser un aguachile al que se incorporan los ingredientes del mojo verde.
La pesca protagoniza buena parte del menú y, a continuación, llega un plato de “gamba OA” (Océano Atlántico), curada al momento “con ventilador en nevera”, que es un auténtico escaparate marino. En él se exhiben erizos igualmente canarios, tres esféricos de alga, erizo y leche de tigre, y el juego de intensidades se completa con un estupendo caldo de cangrejo real. Su gusto casi permanece cuando llegan trampantojos de papa bonita -realmente, untables a base de gofio y queso de cabra- y el condumio de pulpo, que incorpora cigala, gofio y mojo envejecido para disfrutar un caldo hecho con extracto de pimienta palmera.
La vieja, quizá el pescado más popular de las islas, ya consumido por los aborígenes, luce amenazantes cristales de escamas comestibles, igual que el galán de Carme Ruscalleda y el salmonete de Berasategui, rodeado de emulsión de rancho canario y crujiente socarrat de puchero. Y una espina de anchoa, frita y crocante, adorna el arroz marino y meloso, potenciado con garum y vestido de fiesta con erizo, ortiguilla, codium y oxalis, y crema de boletus.
Capítulo aparte merece la tableta madurada más de dos meses, guarnecida por borrallera de batata, tradicional de La Palma, finger lime (caviar cítrico) y un caldo acidulado con notas picantes. El pescado llega sobre un plato que evoca el paisaje lunar casi desprovisto de aroma marino, algo perturbador, pero agradan su brillo y su carne prieta, firme, producto precisamente de ese proceso enzimático que conlleva reducción de la humedad y concentración de aroma. “Huele a carne”, señala el autor, quien presume de trabajar maduraciones de pescados “antes de que viniera ese chef australiano (Josh Niland) a Madrid Fusión y se pusiera de moda”. Y la cubertería asume el protagonismo, a continuación, con una lapa a modo de cuchara para llevarse a la boca ñoquis de papa y queso flor sin dejar en la vajilla ancestral el caldo obtenido al introducir piel de papa bonita en la OKU.
La irrupción en escena del vino tinto anuncia cambio de tercio. La untuosa molleja de corazón, dispuesta sobre embarrado de tuétano y tocada con un punto de mostaza de Dijon, es la primera carne. Y le sigue la esperada secuencia de la cabra, que presenta cortes y preparaciones inhabituales, fruto de tres años de investigación invertidos para completar la taxonomía de las tres razas autóctonas: palmera, majorera y tinerfeña. El estudio concluye que el ejemplar ideal tiene tres años de edad, 90 kilogramos de peso y un mínimo de 122 días de maduración. Y a dichas pautas se ajusta cuanto cocina y emplata de diferentes maneras: la paletilla, a modo de roast beef trabajado como un tartar (aunque cocido) y emparedado entre chips de papa canaria; y el lomo braseado y la casquería en un plato “con cromatismo”, que llega a remitir levemente al colorista gargouillou de Michel Bras, puro Kandinsky.
El collage se completa con salsas de distinta intensidad: aire de yogur; tomate cagón; gofio; mojo envejecido más de 90 días; el ñame, popular en África -“por eso lo pongo”-, y un estofado de sus interiores como relleno de una especie de maultaschen de pasta cocinada en caldo de azafranillo canario. Con tanta imaginación, normal que al cocinero le sorprendiera comprobar que en su tierra de adopción “la cabra sólo se comía guisada, nunca un solomillo o un entrecot”. Y Francia vuelve a la mente con una royal clásica “de toda la vida” y su salsa Périgueux, en este caso de cochino negro, que se puede cubrir con trufa laminada o con almendra rallada, “como hacía Berasategui en el 2002”.
Los queseros tampoco son ajenos al modus operandi de Diego Schattenhofer, que colabora con la quesería ‘Fuente la Tosca’, de Granadilla de Abona, para componer un carro de quesos que pronto cepillará con agua marina. El surtido incluye queso de flor de cardo, queso fresco, semicurado, curado, “extraviejo” y azul, y en medio se coloca un pequeño cuenco con yogur de la gran protagonista: la leche de cabra. “Estamos bajando los puntos de sal y al azul le metimos más penicillium (roqueforti), se lo hemos triplicado, y le hemos incorporado más humedad, desde un 95 % hasta un 99 %”. Sí, más números…
El dulce irrumpe al final con Renacer sobre Tacande, un homenaje a La Palma que aúna los tres ingredientes “más importantes” de la isla -almendra, pimienta palmera y queso-, además de chocolate y chocolate blanco, y luce forma de espiral, importante en la simbología aborigen. El mismísimo Ichasagua, presentado como último rey aborigen, porta los numerosos petit fours.
No obstante, aunque aún trabaja poca verdura, el chef está pensando en nuevos postres de alcachofa, guisante o espárrago, dado que “están de moda los sin azúcar”. Y también ha mandado reproducir la papa canaria antigua palmera, guisantes, coles y habas, “cuatro productos que es genéticamente demostrable que eran consumidos en la época de los aborígenes”. No se detiene Schattenhofer.
“Tengo la cabeza llena de cocina, mi vida está distribuida en gastronomía. Gastronomía científica, gastronomía de huevos -él atiende a diario los desayunos de ‘Villa Cortés’-, gastronomía de carne, gastronomía de pescado… Solo hago esto todo el día, no practico ningún hobby, estoy en un proceso de búsqueda incesante”, confiesa. De hecho, plantea el trabajo en su restaurante como un “clinic gastronómico”. “La gente no puede hablar de algo que no sea cocina y todos los días tienen exigencia de lectura”, confiesa. No extraña, por tanto, que entre sus proyectos figure la puesta en marcha de una escuela de cocina. ¡Ah!... y amoldar la decoración de ‘Taste 1973’ para convertirlo en un pequeño museo etnográfico de Canarias.