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La composición del restaurante parece efectivamente una casa, con distintas dependencias, incluido un reservado con solera. Madera, un patio recoleto, amplísimas ventanas, chimenea, todo parece acompañar la cocina que vamos a encontrarnos: la huerta, el mar, la brasa, el producto local y de temporada, siempre, y un saber hacer de Pablo que huye de la sofisticación si no tiene un sentido concreto.
Empieza por el nombre, ‘Tavella’, que nos remite a la legumbre típica valenciana, una especie de alubia pequeña que se le pone a la paella, esas paellas dominicales que cocinaba la abuela y que el pequeño Pablo devoraba en la antigua cocina de la casa, que está tal cual, reconvertida ahora en una de las estancias del restaurante, albergando dos mesas espaciosas y una bodega. El chef lo tuvo claro, quería algo de aquí, autóctono, que contara algo y dio con ello. “Le puse ese nombre por la cercanía de la huerta. De pequeño esta alquería estaba totalmente rodeada de huerta”, recuerda -apenas queda un pedazo, como en casi toda Valencia, lamentablemente-.
Aquel momento inicial fue la consecuencia natural de todos los años anteriores. Había estado trabajando en Martín Berasategui, entre otros sitios; había estado en México dando clases de cocina, sobre todo de arroces; había montado locales para otros… Pero, en realidad, “desde que empecé a estudiar cocina en Valencia este proyecto lo tuve en la cabeza. Y en realidad no sé bien de dónde sale, porque en casa nadie cocinaba”, comenta entre risas.
Y también tuvo claro que era aquí, en esta casa familiar o en ningún sitio, “por vínculo, por esa huerta que yo recordaba de niño… No sé, pero tenía mucha ilusión. Desde los 17 años había sembrado para esto, había querido esto”.
Todo empezó con mesas para 20 comensales, con un menú cerrado que fue ampliando, consolidando. “Éramos sólo tres personas trabajando, ahora somos 13, cinco en cocina, y la sala admite hasta 65 comensales”, cuenta Pablo, orgulloso de su equipo: Sara López, la sumiller con la que lleva ya seis años; Toni en sala, con el que lleva siete, y Vladi, el cocinero mano derecha con el que lleva 12, casi desde el inicio.
¿Y qué es lo que mueve la geografía culinaria de ‘Tavella’ nueve años después? Por supuesto, la brasa: el 95 % de la oferta puede pasar por el horno moruno o la brasa abierta. Eso es una seña de identidad. “Y la huerta, que sigue siendo el elemento principal, el amor a los productos de cada estación. Pese a que en Valencia queda ya muy poca huerta, la mayor parte del menú es producto de proximidad y eso no ha cambiado en nueve años, eso es desde el principio. Alcachofa, calabaza, col…, ni se mueven ni se moverán”.
Junto a esto está el mar. “Una forma de contar el mar que me gusta. En Valencia hemos vivido de espaldas al mar -salvo en algunos sitios del barrio de El Cabanyal- y era algo que yo quería romper. Teníamos las brasas, teníamos el pescado del mar… Así que me puse a usar los productos de aquí y de otras tantas lonjas de España y Portugal, que las rastrea la persona que nos compra el pescado, que está siempre pendiente, y lo unimos todo”. Busca siempre un tipo de pescado, de un tamaño ideal para la brasa, no todos valen, no valen los pescados muy magros, por ejemplo.
Esa idea nació en A Coruña, en ‘Tira do Playa’ (Recomendado por Guía Repsol), en Riazor. “Me comí una lubina a la brasa y pensé no hay nada igual en Valencia, y me puse”. Pero no era fácil, las cocinas de brasa generan más complicaciones que las tradicionales, hay que hacer dos extracciones, una para el gas, otra para la brasa, dos motores… “Y estuve a punto de tirar la toalla, porque comencé con muy poco, con mi sueldo me iba comprando cosas. De segunda mano casi todas. Veníamos de una crisis muy importante y cerraba mucha gente que vendía los elementos de las cocinas, de los restaurantes, así que aproveché el momento”.
Lo ahorraba todo e iba dándole al negocio lo que necesitaba, poco a poco. Vendió su moto BMW, que se había comprado cuando empezó a trabajar, llegó Vladi, su cocinero actual -al que conoció durante su estancia en México- y hoy, nueve años después, nos sirve una escorpa a la brasa sin más, que es un bocado exquisito, con el sabor y el punto preciso. Una escorpa fresca, con la piel, a la brasa, en su jugo, acompañada de pimientos también a la brasa, de una patata pequeña y una ensalada verde sencilla.
Otra de las cosas esenciales del restaurante es la falta de un menú estructurado, inamovible. “Soy muy de improvisar, si hoy entra una gamba, he de hacerla. En una sola temporada puede haber muchos cambios y, en una misma semana, también”. La cocina de Xirivella está vivísima pues y lo único que permanece es la perfección en la brasa, “que es de hilar muy fino, de concentración en lo que se ha de hacer en cada momento, no es alquimia, es punto de cocción, atención…”. Y por ahí puede pasar de todo, por ejemplo, las clóchinas mediterráneas o los mejillones gallegos, o los bouchot de la Bretaña francesa, que el chef cocina a la brasa en un recipiente especial. El sabor es insólito, inesperado y fantástico.
La que nos ha preparado hoy es una carta fiel a la esencia del restaurante y resume bien su filosofía. Mar, huerta, brasa, producto local, tradición, proximidad, sabrosura y solvencia. Le pedimos una muestra que refleje quién es y qué es ‘Tavella’, en pequeñas dosis, para que su cocina hable por él.
La cosa empieza con una crema de hervido valenciano con sardina ahumada en casa y zanahoria a la brasa con la técnica tatemada -que la piel se queme a la brasa, en el horno moruno, con un poco de agua-. Pablo no te cuenta más del plato, a no ser que se lo preguntes y ninguna falta hace: entiendes perfectamente el titular cuando lo pruebas, la textura de la carlota -nuestra zanahoria en Valencia, el sabor de la sardina y del reconocible hervido de toda la vida.
Sigue con marisco, un limón de mar -que también se llama buñuelo o patata de mar- que el proveedor le ha traído, en ese afán de encontrar rarezas. Este viene de Vinaroz, en Castellón, y se toma con el aliño de un limón especial del que también se come la piel. El siguiente plato es un plato tibio de crema de coliflor con ostra. “Abrimos la ostra y, con el agua, hacemos una gelatina y la temblamos al horno, con piñones”, cuenta Pablo sin más palabras. Y llega también un plato parco que consiste en una anchoa de primavera y su raspa, que también se come. La acompañamos con el pan, recién horneado, y aceite.
El menú del día sigue con una patata pequeña -de esas que se quedan en el campo o para labrar o, en tiempos pretéritos, para espigolar-. “Sacamos un trozo con una cucharita, la rellenamos de mantequilla y la ponemos al horno y, luego, le añadimos el caviar de beluga”, cuenta. Es difícil encontrar una explicación más sencilla para un sabor más auténtico. Esta patata también se la trae un agricultor de la zona con el que trabaja mucho. Su red de proveedores es potente y fiel.
Vuelve con tomate a la brasa, con la piel y de nuevo con la técnica tatemada. Que lo acompaña con gamba de Dénia, también cocinada a la brasa, y con un pepito de pisto, de titaina, aderezado con virutas de queso de oveja de Les Coves de Vinromá y una espuma de pimiento verde. “Quería unir la cocina mediterránea -pepito frito, como la pizza de Nápoles- con la titaina valenciana con ventresca, con la mexicana, por la harina de maíz, y el pimiento verde”. El resultado es redondo.
Sigue con unas alcachofas cocidas con cebolla y vino blanco, “que aporta un ácido para que la alcachofa no se oxide”, y caldo de puchero, con tocino cocido también, y puerro a la brasa. Y el último plato es ese pescado del que hablaba al principio, la escorpa, “que se pone crudo a la brasa y que luego se aliña con aceite y vinagre de manzana”. Queda el postre, tan sencillo y tan sabroso: un sorbete de naranja, con nata montada y fresitas de Canals, que son distintas a todas las fresas que imaginamos.
Todo esto y mucho más es ‘Tavella’. Hay algo que te acoge nada más entrar, quizá sea ese ambiente de casa familiar, con estancias separadas, con luz, que te lleva a lugares de antes, lugares con solera, que guardan las esencias, que esconden vida. El caso es que aquí está Pablo, nueve años después, con su abuela viviendo en la planta de arriba, que aún trastea por la casa regando sus plantas, a punto de abrir terraza para el verano en el patio frondoso que flanquea la puerta de entrada.
“He perfeccionado la tranquilidad para afrontar el día a día -cuenta cuando le pregunto qué hay de nuevo desde que abrió-, que al principio era todo revolución, no paraba la cabeza. Somos mejores, creo, pero la esencia es la misma”. Ahora abren menos días -de martes a sábado- y descansan más, tiene una clientela fiel, unos empleados con los que forma piña. Y Sara tiene para ofrecerte cerca de 300 referencias de vino, muchos de la tierra, con una buena calidad-precio.Y a la puerta del restaurante le espera su nueva moto, que volvió a comprarse, feliz, en cuanto pudo. Si venís a Valencia, no os lo perdáis.