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A la Luna se le ve el ombligo y su sola presencia resplandeciente genera admiración, no solo por el evidente atractivo estético, también por el rosario de consecuencias que se achaca a cada vuelta que da alrededor del planeta. Unas buenas, y otras no tanto. Si te ataca un licántropo, es porque has salido al páramo en día de luna llena. Su luz es también la favorita de los enamorados, no solo de hombres lobo y vampiros. Y si te ofrecen una cebolla de Zalla, tienes en tus manos el fruto morado de la luna menguante.
Efectivamente, desde tiempos inmemoriales los ciclos lunares han determinado qué se cultiva, qué se cosecha y, en consecuencia, qué se come en cada momento del año. Y la fidelidad a sus raíces, el empeño en vivir en el campo y poner en práctica las enseñanzas de sus mayores, agricultores y ganaderos, han derivado en que la cocina de ‘Venta Moncalvillo’ (2 Soles Guía Repsol) se guíe también por la posición relativa del Sol, la Tierra y la Luna, pues la apuesta de los hermanos Ignacio y Carlos Echapresto por la auténtica sostenibilidad es absoluta. Nuestros protagonistas no siguen modas, no son víctimas del mero postureo culinario, y si en su casa se come caza, setas y sobre todo productos de la huerta no es por acaparar likes o presencia en ferias y congresos. La razón está en el cielo.
“Para nosotros es súper importante saber entender la Luna. Nuestros menús giran con la Luna y cambian con ella cada 28 días, en función de lo mejor que la naturaleza nos ofrece en ese momento. El ciclo de la huerta lo empezamos mucho antes de recoger el producto; cogemos semillas, las secamos, las almacenamos y después, cuando estamos en Luna creciente, las germinamos. Una vez germinadas, en la siguiente Luna creciente las plantamos. Y, una vez plantadas, la Luna creciente activa toda la fuerza de la savia hacia fuera, con lo que crecen mucho antes”, detalla Ignacio, el cocinero, caminando entre cardos, espinacas, hinojo, verdolaga y pamplinas.
La verdura, así, cobra especial relevancia en este admirado despacho de esencialismo culinario ubicado desde julio de 1996 en lo que fue una casa de labranza familiar. De hecho, los comedores se encuentran donde antaño había cuadras de cerdos, conejos, terneros y gallinas. Y es que permanecer en Daroca de Rioja, un pequeño pueblo riojano con apenas una veintena de residentes, varado en la carretera que conduce a los Hornos de Moncalvillo, a 730 metros de altitud, ha sido una prioridad para los hermanos.
“Queríamos tener una actividad que nos permitiese seguir viviendo aquí, y esa actividad pasaba por abrir un restaurante, una fábrica de embutidos, un camping o cualquier cosa relacionada con el entorno rural. ¿Por qué abrimos un restaurante? Principalmente porque teníamos la mejor herramienta, mi madre, que cocinaba (siempre para casa) como Dios, como los ángeles”, enfatiza Ignacio.
Como dice, la prioridad era la ubicación, no la ocupación. De hecho, Carlos, técnico electrónico en telecomunicaciones, empezó en cocina e Ignacio, entonces herrero, lo hizo en sala; hoy en día desempeñan justo los cargos contrarios. Uno asumió su rol definitivo con ánimo de vestir con traje de fiesta la cocina de diario, el cordero guisado, los pimientos rellenos, las patatas con chorizo, las pochas, la trucha a la navarra, los pimientos verdes con anchoa... El otro gobierna una bodega que pretende transmitir su personalidad.
“Poco a poco hemos ido destilando ese recetario tradicional para hacer una cocina actual en la que, con muy poquitos ingredientes, buscamos la esencia de cada producto. Casi todos los platos están compuestos por dos, tres o, como mucho, cuatro o cinco ingredientes. Esencialismo puro y duro. Tengo un mantra que me dijo mi madre cuando empecé a cocinar y lo sigo siempre: “cocina lo que te da la tierra cuando te lo da la tierra”. Para mí eso es sostenibilidad, no forzar la máquina, no forzar la naturaleza. En invierno quiero cocinar coles de Bruselas, brócolis, lombardas, borraja, todo tipo de coles y pencas”, explica el cocinero.
Mientras, Carlos, Premio Nacional de Gastronomía al Mejor Sumiller en 2016, señala alguna pauta que guía su manejo de una bodega con nada menos que 1.800 referencias. “Decidí especializarme en cosas que no fueran competencia de Rioja. Empecé sabiendo de Rioja, claro, y luego de jereces, oportos, champagne… Ahora estoy más en la idea de los Jura y los vinos naturales”, señala el sumiller, quien también se guía por los ciclos lunares para disfrutar en mayor medida de sus botellas.
“Un vino megafloral, si encima lo tomas en día flor (cuando la Luna se encuentra ante una constelación del elemento aire -Géminis, Libra, Acuario-) te va a saber más intenso pero te puede parecer más corto en boca. Si es un vino con mucha identidad mineral, calcárea, en día raíz (la Luna se encuentra ante una constelación del elemento tierra -Tauro, Virgo, Capricornio-) te va a saber mucho más calcáreo, lo va a potenciar”, aconseja.
Para desarrollar sus capacidades y cumplir tanto sueños como objetivos, los Echapresto cuentan con una verdadera huerta (“no un bancal”) que trabajan en biodinámico y donde cultivan, a lo largo de todo el año, alrededor de 125 variedades de verdura, base principal de su despensa. Por ello ‘Venta Moncalvillo’ cuenta con un hortelano en su plantilla y se sirve de la ayuda de los animales a través de diferentes compost (de oveja, de cabra, de cerdo, de vaca, de gallina) para preparar varios abonos con los que alimentar la tierra que, a su vez, depuran con su propio humus de lombrices.
Asimismo, un estanque actúa como polo de atracción para hongos que afectan a las plantas, y les echan una mano extra y silenciosa, polinizando y combatiendo plagas, insectos alojados en un hotel edificado con ladrillo, madera, troncos, piñas y cañas que procuran reproducir su hábitat. Todo para hacer posible una frase: “recogemos cada mañana lo que vamos a cocinar durante ese mismo servicio”.
Mismamente, Bocados de nuestra huerta era el nombre dado a la secuencia de aperitivos que abría en noviembre el menú Luna llena, en conjunto un gustoso reflejo de su identidad, su entorno, su filosofía y su trabajo. La tanda arrancaba con un clásico de la casa inspirado en el popular corte de mantecado; éste se sustituye por un helado de cebolla dulce de Fuentes y la galleta por pan brioche tostado.
Y le seguían una tartaleta de pisto de verduras en escabeche y bacalao confitado con su toque de guindilla, y un bombón de pimiento verde con anchoa, ajo negro y cebolla encurtida, otro clásico particular miniaturizado. “Como comerte una gilda de San Sebastián pero en la mesa de ‘Venta Moncalvillo’, con producto fresco de nuestra huerta”, evoca Ignacio.
Su recreación del tradicional pan preñao incorpora una sobrasada vegetal elaborada con tomate seco, higo paso, pimentón, miel y un poco de orégano. Los canutillos de berza estofada (de la variedad asa de cántaro) incorporan comino, que suma un toque asiático, huevas de trucha, que aportan frescura y crujiente, y una ramita de eneldo. Y la infusión de boletus edulis bajo crema de laurel ratifica que las hierbas aromáticas son “superimportantes” en su cocina.
En esta casa se reivindica la importancia del pan (“un producto tan humilde, tan necesario y al que tan poca atención se presta a veces”) y el traje de fiesta se teje con elementos de proximidad. Por ejemplo, el puerro de Entrena se acompaña, escabechado, de trucha del río Iregua curada en sal, de encurtidos, flor de berza y hoja de pimpinela. Estas últimas aportan toques vegetales y frescos, y es que en ‘Venta Moncalvillo’, brotes y pétalos no tienen únicamente función ornamental. “Antes de poner una hoja hay que estudiar a qué sabe y qué función va a cumplir dentro del plato, porque puedes poner una picante y te lo cargas. Cada una tendrá una finalidad”, corrobora Ignacio.
Descoloca encontrar la borraja en frío en un plato compuesto también por tartar de anchoa curada en sal con lima y una crema “espesica” elaborada con patata, ajo, cebolla y el propio pescado cocinados a fuego muy suave. Aceite de cilantro y espina frita completan lo que su autor presenta como ejemplo de esa “cocina esencial o radical que busca la complejidad máxima con muy pocos ingredientes. En la sencillez radican todas las complejidades, no hay cosa más difícil que hacer algo espectacular, sublime, a través de algo muy sencillo”, sentencia.
Y esa compleja sencillez está presente en más propuestas, como aquella que exprime el repertorio de preparaciones de coliflor, boletus y brócoli. Sólo la primera ya se presenta frita, en crema rustida con mantequilla y también laminada y crujiente. En otro pase el chef juega con texturas de almendra que aúna a un intenso caldo de jamón y penca de acelga. Y vuelve a jugar con tres ingredientes al unir alcachofa confitada y ahumada a la parrilla, parmentier de patata, y queso rallado y en crema. Como guinda, el toque salino de la aceituna negra y la flor de la capuchina.
El humo es el hilo conductor de una preparación que introduce anguila ahumada dentro de una berenjena asada a la parrilla y terminada en el horno antes de ser pelada, y donde un aliño de miel procura un contraste dulce para ensalzar precisamente el juego de ahumados. Y la lubina plantea el juego de colocar sobre ella, a modo de nueva piel, una picada de trompeta de los muertos.
Mientras, otros pases otorgan pleno protagonismo a un producto en concreto. Es el caso de las kokotxas de merluza asadas al sarmiento, exultantes en su desnudez, y también el de la “vaca del Moncalvillo a la parrilla”. Normalmente se utiliza carne de las razas serrana negra o berrendo colorado que escoltan con salsa, crema de col kale, col lombarda, puré de patata y mantequilla de huacatay.
Los postres mantienen la apuesta por trabajar los ingredientes en distintas texturas y por el minimalismo, tal y como acreditan sus nombres: manzana con pamplinas; espinacas y piñones; calabaza, queso, aceite y trufa. La manzana llega en forma de sorbete, crema y tartar empapado de aceite cítrico elaborado con pamplinas. La espinaca luce cinco texturas (bizcocho, ganache de espinaca y chocolate blanco, gominola, deshidratada y helado de espinaca con romero), tres el piñón (gianduja, tostado y en forma de tierra con cacao) y otras cinco la espinaca (sorbete, cabello de ángel, crema, pipas y caramelo).
La hora de los postres puede ser, precisamente, momento idóneo para pedir cualquiera de las hidromieles elaboradas por Carlos Echapresto en su propia bodega, ubicada sobre un viejo corral familiar, y etiquetadas con el nombre Moncalvillo Meadery. Los números del 1 al 5 sirven de apellido para señalar el tipo de miel utilizada, así como el carácter seco o semidulce concreto de esa bebida a base de agua y miel, criada en barrica de roble y con gran potencial de envejecimiento.
“Producimos miel con nuestras propias colmenas (tienen 60), que desplazamos en función de que toque la floración del almendro (finales de enero), la del romero (finales de febrero) o la del tomillo (finales de abril). Esa miel la mezclamos con agua de aquí, del (monte) Moncalvillo, y creamos un mosto azucarado; las levaduras se comen el azúcar, éste se transforma en alcohol y el resultado tiene entre 12 y 13,5 grados”, detalla Carlos, embarcado en la recuperación de un colmenar con más de 200 años.
¿Con qué armoniza esa hidromiel pionera? “Va bien con todo lo que tenga acidez. Un ácido láctico, va muy bien con los quesos, va muy bien con los vinagres, con escabeches, encurtidos.... También con un ácido cítrico, con un ceviche, y con los picantes, así que funciona muy bien con la cocina mexicana. Y va muy bien con la asiática, porque ahí estás jugando con la soja, con los fermentos, y encaja con jengibres y wasabis”, desgrana el mayor de los Echapresto.
Y lo mejor de todo es que Moncalvillo Meadery es “un proyecto circular”, en consonancia con la firme voluntad sostenible de sus responsables. “No es lo mismo la sostenibilidad vista desde Daroca de Rioja, un pueblo de 24 habitantes metido en la montaña, que vista desde la Gran Vía de Madrid. Hoy, que todo el mundo se apunta a la moda, parece que lo sostenible pase porque pongas un enchufe para recargar un coche eléctrico, y para nosotros, en cambio, pasa por recuperar las huertas, trabajar sin pesticidas, evitar la huella de carbono… El respeto al producto y a la tierra lo hemos mamado toda la vida”, subrayan al alimón los hermanos, que ultiman una granja de bueyes para “echar a los animales lo que desperdiciamos”.
Todas las variables referidas se combinan al ritmo de la Luna en este restaurante donde Carlos e Ignacio, orgullosos hijos de Rosi García, han creado un universo particular donde tampoco falta un homenaje explícito a su madre, fallecida en febrero de 2016. ‘Cocina de Madre’ es, precisamente, el nombre de un segundo restaurante, localizado en las mismas instalaciones, que les permite “tener los pies en la tierra” y donde rinden tributo a “la primera cocinera de 'Venta Moncalvillo' y la más importante que va a haber en esta casa”. Porque madre no hay más que una. Y ‘Venta Moncalvillo’ tampoco.