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Una robusta casa de piedra y madera en Segura, un pueblo medieval de la comarca del Goierri, es el hogar de esta familia de talogiles por vocación, donde abuela y nieta comparten el interés porque no se pierdan las raíces y la historia a través de una sencilla torta de maíz. En el porche, presidido por un oso torneado en una sola pieza por el abuelo, nos esperan Josepa y Uxue, que acaba de terminar su jornada en el colegio donde es profesora, para contarnos que representa esta torta de maíz y como se elabora.
“El talo parte de la necesidad. Tras la guerra civil no había casi qué comer y en los caseríos se convirtió en el sustento habitual. Desayunábamos y cenábamos talo con leche. Los del pueblo iban a los molinos a por la harina de maíz, porque no había trigo. También hacíamos un pan de maíz compacto que se cortaba muy finito y se cocía en leche”, recuerda Josepa mientras Uxue, que es la tercera generación de talogiles, despliega sobre la mesa exterior los utensilios e ingredientes precisos para preparar el famoso talo.
“Ahora se toma con chistorra, panceta, queso, verduras salteadas brevemente y hasta con chocolate”, añade Uxue, un lujo comparado con lo que fue en origen. Junto con un equipo de alrededor de cinco o seis entre amigos y familia, recorren desde septiembre a diciembre las principales ferias de los alrededores. Fue su abuela y las amonas de entonces a quienes se les ocurrió montar un puesto de talos allá por los años 80. “Hacía falta recaudar fondos para las ikastolas y nos juntamos para hacerlos por Santo Tomás y, como gustó, lo seguimos haciendo en ferias como la de Santa Lucía. De todas ellas, solo quedo yo”, cuenta Josepa, repleta de vitalidad y sin quitar el ojo de encima a la preparación de la masa.
Uxue es la tercera generación. De las ferias, como la de Ordizia o de Beasain, pasaron a ser demandados en celebraciones y bodas, para el aperitivo o la recena, o para fiestas privadas. El diámetro del talo cambia en esos casos, los 20 centímetros habituales se reducen para poder tomarlo de un solo bocado. El maíz que se usaba tradicionalmente es de dos colores, naranja y rojo. La masa suena sencilla cuando la ves preparar, pero como todas las masas, depende de la pericia de la cocinera.
Agua caliente, harina de maíz y sal son los únicos ingredientes. “Se hace un hoyo en la harina, se pone un poco de sal y se va añadiendo agua poco a poco hasta que la masa no se pegue. No necesita reposar porque no lleva levadura, es instantánea. Es bueno trabajarla bastante, para que no se abra”, explican. Se hace una bola tamaño pelota de ping-pong y se golpea a mano a la vez que se gira sin parar, para que tenga el mismo grosor por todas partes.
Una vez aplanada y fina, se usa una plancha de hierro, un material ideal porque alcanza la temperatura elevada que requiere la torta. “Hay que tener cuidado para que no se ponga negra. Se dan tres vueltas con una pala o espátula de cocina como si fuese una pelota. Lo ideal es que se hinche, porque indica que la masa está perfecta. El proceso es muy rápido y ya solo queda completarla con el relleno elegido”. Efectivamente, el talo tiene el sabor de la memoria, cuenta cómo el tiempo ha sido capaz de dar la vuelta a la historia. De recurso humilde para saciar el apetito a símbolo de tradición y de celebración de unas raíces que hay que saber conservar y transmitir.
Josepa Albizu y Uxue Maiotz forman parte del proyecto Gastrónomas, liderado por Luisa López, que pone en valor a las mujeres que contribuyen a impulsar la gastronomía vasca.