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Enamorados del verano, no sufráis. El otoño ha vuelto para destapar ese tarro de sensaciones y de colores y devolvernos los planes de fin de semana que nos rescaten de la rutina. Los caminos se vacían y las playas también, los prados se vuelven más verdes que nunca y los bosques cobran el protagonismo que merecen mientras la esencia de sus pueblos resucita, camuflada en periodo estival. En la costa de Asturias buscamos la zona más virgen para regalarnos una escapada así, al natural, para redescubrir lo auténtico y lo rural y hacerlo muy despacio. Lo que mande el paisaje.
En este caso viajamos al Paisaje Protegido de la Costa Occidental, entre los cabos de Busto y Vidio, donde los acantilados se desploman desde la rasa litoral hacia el Cantábrico. Aquí aparecen calas desiertas solo accesibles a pie, escollos resquebrajados donde anidan cormoranes y gaviotas, y valles boscosos surcados por ríos que desembocan en playa surferas. Y en el epicentro de todo este despliegue natural aún salvaje, se erige una torre de origen medieval que nos guía desde la carretera hacia nuestro destino y alojamiento los próximos días.
A la altura de Cadavedo, en el concejo de Valdés, dejamos la A-8 para tomar la N-632, o la mejor panorámica de la costa norte, hacia la aldea de Villademoros. Las casonas asturianas, hórreos y paneras van poco a poco desapareciendo en virtud de los campos que se precipitan hacia el acantilado. En medio de esta postal pastoril se yergue una torre defensiva con aires feudales junto a una casa solariega convertida en el alojamiento preferido de los adoradores de la contemplación.
"Empezamos a funcionar como hotel a principios de 2000. La torre la abrimos en 2007, hasta entonces estaba en ruinas, aunque siempre ha sido preciosa". Manolo Santullano, propietario y director del hotel 'Torre de Villademoros', espera en el porche de este alojamiento boutique, de diez habitaciones y una suite ubicada en el torreón bajomedieval que da nombre al complejo.
Caminando por el jardín, de una hectárea de extensión, escuchamos el eco del Cantábrico al norte, entre hayas, tilos, alisos y arces que conforman este pequeño bosque privado. Al lado, Manolo muestra el huerto, con verduras y hierbas aromáticas muy recurridas por el restaurante del hotel. "En otoño todo esto se pone precioso", cuenta. El establecimiento cierra sus puertas desde el 9 de noviembre hasta marzo, exceptuando las navidades y el puente de la Inmaculada. Una pareja de franceses descansan tumbados al sol en las hamacas, un inglés sostiene una copa de vino bajo el porche mientras Tuco, el perro guardián del hotel, nos acompaña camino a la torre.
"Está declarada Bien de Interés Cultural", apunta Manolo. "Cualquier cosa que quieras hacer tiene que tener la aprobación de la Consejería de Cultura. Allí todo va lento, aunque no tuve demasiados problemas para hacer la reforma". ¿El resultado? El baluarte de 13 metros de altura, desde donde se alertaba de los ataques normandos, ha sido rehabilitado como suite de lujo para cuatro personas, en tres pisos y una azotea desde donde continuar vigilando el Cantábrico y la rasa litoral. "Hay diferentes teorías sobre su historia y origen", explica el propietario. Su construcción data del siglo XV, aunque anteriormente ya se emplazaba otra fortificación de los Peláez de Villademoros, familia asturiana descendiente del rey Pelayo.
Sillares por columnas y mampostería por cubierta. Su estética ruda y fría, que casa a la perfección con el entorno rural, contrasta con la calidez de su interior, de madera de castaño y muros originales a piedra vista. La luz se cuela por las saeteras, ventanas y matacanes iluminando las tres estancias. Un dormitorio auxiliar en la primera planta da paso al principal en la segunda, y un cómodo salón con bañera de mármol a la terraza con vistas panorámicas de la costa y las montañas del interior. El precio por noche y habitación puede encontrarse por 286 euros.
Junto al fortín se emplaza el palacete, que data del siglo XVIII. Esta casona solariega restaurada (550 m2), conserva el blasón de Villademoros, además de una panera adosada donde hoy se guardan útiles y donde los huéspedes suben a tomar fotos. Especialmente los que no se alojan en la torre. La calma y el silencio reinan en las zonas comunes, como el salón con chimenea o el porche abierto al campo. "Podemos tener alguna familia, pero no somos un hotel familiar. Recibimos sobre todo parejas que quieren desconectar", aclara el director.
El comedor cuenta con un amplio ventanal asomado a la torre y la pradera. Ofrece desayunos, cenas y bar exclusivamente para los huéspedes del hotel con una propuesta sencilla con preparaciones caseras, de temporada y con productos locales. Mermeladas, bizcochos o requesón casero para desayunar; carnes asturianas y pescados del Cantábrico para la cena; y una extensa carta de vinos, también de la tierra, para regarlo todo. Para cerrar la velada, qué mejor que un cóctel junto a la chimenea o en la terraza antes de volver a la habitación.
Son diez las estancias que dispone el hotel, estándares y superiores, algunas abuhardilladas, otras con galería acristalada con vistas al mar o a las montañas. El estilo es minimalista con trazos oceánicos, “sin complicaciones”, como explica Manolo. El mar Cantábrico, la sierra en el interior y el campo que lo rodea todo. Aquí el paisaje es el que manda, el resto: distracciones. El hotel es miembro del Club de Calidad Casonas Asturianas, una de las tres marcas de calidad que tiene el Principado, y su precio oscila entre 88 y 132 euros.
Explorando la Costa Occidental
Desde la ventana de la habitación no se ve ni un edificio ni una carretera. "Lo especial de esta zona es que se no se puede construir cerca del mar. Algo que ya es difícil de ver en España", comenta Santullano. El hotel es la mejor base de operaciones para explorar el Paisaje Protegido de la Costa Occidental, un espacio virgen aún desconocido por la mayoría en el Principado.
Una estrecha senda entre campos de ganado y de cereal nos guía hacia el borde del acantilado en tan solo 15 minutos a pie. La ruta GR-204, que conecta buena parte del norte de España, bordea la línea litoral entre la ermita de la Regalina en Cadavedo y el cabo de Busto (20 kilómetros). Con la banda sonora del Cantábrico nos lanzamos a recorrer esta vía, donde el turista escasea, la maleza abunda y donde nos deleitamos con algunas de las panorámicas más impresionantes de la costa astur. Y en solitario.
A nuestros pies se desploman cantiles a 60 metros de altura de esta reserva integrada en la Red Natura 2000, donde anidan gaviotas y sobrevuelan halcones peregrinos. Rumbo al faro de Busto, entre cabos, precipicios de vértigo, bosques de pinos y eucaliptos, islotes y ensenadas descubrimos miradores como el de Santa Ana, la Punta de la Osa, la playa Punxéu o la Punta de Arenoso. ¿Un selfie?
Al abrigo de los vientos y marejadas se esconden bajo los acantilados calas desiertas de cantos o xogarrales. Choureu, Quintana, La Estaca, Campiecho… estas pequeñas playas secundadas por escollos, con formas caprichosas como enormes cuchillos de pizarra y cuarcita, se han convertido en un auténtico imán para los fotógrafos.
"Desde hace varios años viene mucha gente a fotografiar estos lugares. De Ucrania, Alemania, Grecia… de todos lados", cuenta Santullano. "Las más populares son la de Portizuelo, la de Gueirúa y de La Estaca". Enclaves solitarios, independientemente de la época, perfectos para un momento de introspección con sabor a Cantábrico.
El cauce del río Esva nos guía hacia la playa de Cueva, como lo hace la N-632. En la desembocadura se dibuja un estuario y un arenal de 500 metros de longitud, dunas protegidas, cavidades rocosas y potente oleaje. Especialmente en los meses de otoño e invierno.
Los amantes del surf han de saber que este es uno de los spots más codiciados de la zona, de orientación noroeste, viento moderado, olas de hasta cuatro metros y un ambiente playero perenne en torno a su pradera. Furgos camperizadas y autocaravanas, fogatas y barbacoas, tablas y corchos, melenas rubias llenas de salitre y un buenrollismo que nunca termina. Así es Cueva.
Después de contemplar las vistas desde el Cabo de Busto, surfear en Cueva o recorrer la GR-204, los más golosos podrán darse un homenaje en otro de los lugares obligados en los alrededores del hotel: la pastelería 'Cabo de Busto'.
El joven pastelero Jonathan González, que ya hace tiempo se ha ganado el prestigio a nivel nacional, elabora con su equipo deliciosas tartas y pasteles reinventando el recetario asturiano con productos naturales de la zona. ¿Alguna sugerencia? Pastel de almendra con merengue tostado, tarta de queso con mermelada de arándanos, mazapán de avellana inyectado con mermelada de sidra, brownie con tofe o la afamada tarta Asturias, patentada en este obrador ubicado en una casita colorida que parece de cuento. Trabajan solo por encargo excepto los fines de semana.