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"En verano se despacha todavía más que en invierno", dice Marisa Díaz, alma de Casa Paquín, el restaurante abierto hace 50 años junto con su marido, Francisco Caso, que ha sido el taxista del pueblo. Su cocido lebaniego en el impresionante desfiladero de La Hermida, donde el río Deva fluye custodiado por las paredes de roca caliza del macizo de Andara, tiene fama entre el público local. El alcalde de Peñarrubia, Secundino Caso, que come justo ese día en una de las mesas de manteles de cuadros rojos y blancos, con dos amigos, asegura que está cariñoso y ligado, como debe ser.
Marisa sonríe ante el piropo y apunta que el secreto de la receta es que todos los ingredientes son de allí al lado, aunque reconoce que tras muchos años en los fogones ha cedido el testigo: "Lo hacemos en horno de leña y está más posado".
La sopa es espesa, con el sabor consistente y reconfortante de la cocción a fuego lento durante más de tres horas de garbanzos, cecina, hueso de jamón, panceta, morcillo, tocino, chorizos y morro u oreja. El compango, que se acoplará en la bandeja con los garbanzos y la berza. Así lo hacen en el Hotel del Oso, en Cosgaya, un poco más allá de Potes y a solo nueve kilómetros del apabullante teleférico de Fuente De. Donde preparan las esponjosas pelotitas de relleno -miga de pan, perejil, huevos, tocino del cocido y chorizo-, que una vez fritas se empaparán en el caldo.
En ambos restaurantes, como en todos los del Camino Lebaniego, se elabora también el cocido montañés, plato regional cántabro que ya se cocinaba en el siglo XVII aprovechando la matanza, y se hace con alubias y verdura, panceta, costilla de cerdo fresca y adobada, chorizo, morcilla, berza y patata.
En Casa Cayo, abierta desde hace 80 años en Potes, el uno como el otro tienen tanto éxito que cuesta encontrar una mesa libre. "En un 70 % piden lebaniego y un 30 % montañés", dice Manel, tercera generación "y la cuarta rondando". Entre sus clientes, muchos de ellos son de Castilla y León, Bilbao y San Sebastián. Triunfa también la menestra de verduras naturales, el lechazo de Liébana guisado en el horno, troceado con cebolla y pimiento, la carne roja a la plancha y los callos. "Nos gusta tener una selección de quesos de la tierra, como el ahumado de Áliva, el picón de Bejes-Tresviso o el fresco de Pido y entre los postres, la estrella es el Canónigo, a base de natillas con un soufflé por encima, caramelo y almendra tostada". Manel sabe que además de esa cocina tradicional, "la gente busca el trato familiar y el saludo de un amigo".
En Lamasón, un valle formado por ocho pequeñas localidades en la comarca de Saja-Nansa, que en total suman 300 habitantes, hay un restaurante al que te manda cualquiera al que preguntas. Casa Miguel en Quintanilla, donde el producto de calidad y la temporada mandan. Cordero ecológico, carnes a la piedra, mollejas y asadurilla de lechazo conviven sin problemas con mariscos y pescados del Cantábrico, como su merluza rellena, o las truchas y el salmón de los ríos cercanos, como el Deva, el Nansa o el Lamasón, siempre que sea posible.
A unos 11 kilómetros de allí, en Cades (valle del Nansa), donde la Ferrería merece una visita en profundidad, se va al bar del pueblo a tomar cabrito asado. Sin rótulo que lo identifique, no tiene pérdida aunque cualquiera de sus 70 vecinos señalan amablemente una puerta en la que en pequeños azulejos reza 'raciones, vinos y carta'. La vida sin prisas, el tractor, el campo y los perros ladrando a los coches desconocidos componen una escena rural de película.
Otro alto en el camino recomendable es la Taberna Cossío en Camijanes, a solo cuatro kilómetros de Cades, en la misma carretera Pesués-Puentenansa. Aquí se viene a comer cocido montañés y a escuchar cantar montañesas. Pues Miguel Cossío se arranca si está por allí y tiene parroquia que le acompañe, por algo acaba de publicar disco hace nada. Sus hermanas Maite, Loli y Elena llevan un negocio familiar que iniciaron sus abuelos y han heredado de sus padres. "Además del cocido, la gente pide mucho la alubia roja y los huevos con picadillo o la chuelta de ternera", dice Maite. Los menús contundentes, a buen precio, y las carnes de pasto natural y el pescado de río, congregan a gente de la zona y turistas alertados por alguna recomendación. Al lado, la cueva del Soplao es una tentación para prolongar la parada.
Desde otra perspectiva, Jorge González, atiende en La Espina. El cocinero de 38 años, tras pasar por ilustres cocinas como la de Juan Pablo Felipe y llevar las riendas del restaurante del Teatro Real, desembarcó en su Pechón natal con la idea de sofisticar mínimamente la espectacular materia prima de la zona. "Hacemos cocina tradicional con nuevas texturas para dar un toque diferente", dice Estela, su hermana y socia junto con Ritha, la mujer de Jorge. Recetas tradicionales, basadas en los guisos de toda la vida con algunas notas renovadas, como el propio cocinero define una carta que cambia al ritmo que marca la estacionalidad del producto. Steak tartar de Tudanca, panceta asada con salsa barbacoa china, bacalao con pisto de centollo y cococha de atún glaseada con tomate especiado, son propuestas del 2017.
En el mismo Pechón, en el mesón El Castril, encontramos a Juan Ramón Albert, que lleva 18 años al frente del negocio familiar con su mujer, Noemí Posada. Está trabajando en dejarlo a punto para cuando comience oficialmente el año lebaniego y "vengan los descendientes de aquellos jándalos, que eran los cántabros, que se fueron a Andalucía y se dedicaron allí, en gran medida, a la hostelería y los ultramarinos".
Juan y Noemí preparan sangría de sidra, que tan de moda se ha puesto en los últimos años, para acompañar la oreja a la plancha o las patatas al cabrales, entre otras raciones "de buen tamaño para compartir en grupo". Un tapeo sencillo y abundante. Lo mismo que en El Ancla, recién remodelado, en donde se practica el picoteo y hay un menú del día asequible para no tener que preocuparse por cocinar en vacaciones. Las carnes y pescados a la brasa de El Fogón, y su cocido montañés siempre listo, son otra opción apetecible.
La Casa Azul, en Unquera, es un sitio peculiar. Es tres en uno: confitería, bar-restaurante y tienda de productos de la zona. Pintada del azul eléctrico del casco de los barcos, es imposible pasar de largo. Una palmera gigante con dos agujeros para poner la cara y hacerse una foto en plan photocall, anuncia a la entrada lo que se puede tomar dentro. Aunque su reclamo son las corbatas de Unquera, hojaldre con costra de azúcar y almendra, que imita una corbata por su corte alargado y rectangular. Es posible comer un menú del día con multitud de adeptos, sencillo y barato.