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En estos días Sevilla, la ciudad donde la calle, más que un espacio, es una forma de ver la vida, ha visto trastocada su forma de sentir. Pero también el regreso a las calles para pasear se ha convertido en una manera de redescubrir la ciudad y disfrutar de sus rincones. Muchas veces, las prisas del día a día nos han llevado a utilizar las calles tan solo como vías de paso, pero desde que empezó el confinamiento hemos aprendido el valor de pasear. Hemos convertido el deambular por la ciudad sin rumbo definido en un placer. Aquella fachada en la que nunca te fijaste, esa callejuela que nunca cogiste porque había un camino más rápido hacia el lugar al que ibas… Ahora se han transformado en espacios que descubrir.
Los bancos siempre han estado ahí, pero pocas veces nos hemos planteado la posibilidad de sentarnos y mirar a nuestro alrededor. Ver la luz transformar las plazas de la ciudad y cambiar sus colores. Como decía Pérez-Reverte en la primera página de su novela La piel del tambor: "Todo aquí es ficticio, excepto el escenario, nadie podría inventarse una ciudad como Sevilla". Moviéndonos por la ciudad, os señalaremos rincones en los que sentarse y ver la vida pasar. La vida que vamos recuperando poco a poco y una etapa en la que volver a reconectar con lo que siempre estuvo ahí.
Si hay una calle central en Sevilla, más allá de su río, es la Avenida de la Constitución. La avenida, tal y como la conocemos hoy como una ancha calle que va de la Puerta de Jerez al Ayuntamiento, es hija de la transformación de la ciudad de cara a la Exposición Iberoamericana de 1929. Y su segunda transformación importante sucedió en 2007, cuando la avenida fue peatonalizada.
Eso nos permitió disfrutar de la monumentalidad de esta calle, en la que se encuentra la Catedral, una mole arquitectónica impresionante construida a lo largo de varios siglos sobre la gran mezquita de la ciudad. La catedral sevillana es la iglesia gótica más grande del mundo, y desde esta calle podemos ver sus detalles. Sentados en las gradas o en los bancos de granito más modernos repartidos por la avenida podemos ver también el Archivo de Indias que, junto con la Catedral y el Alcázar, son la trinidad hispalense Patrimonio de la Humanidad.
En la fachada de este edificio que atesora los documentos más importantes de la España de los descubridores, encontramos una serie de inscripciones. Leemos nombres como "Silva" o "García de la Parra", y se cree que pueden ser nombres de personas relacionadas con el comercio americano, de cuando el edificio fue Lonja. También estuvo en este edificio la Academia Sevillana de Pintura, fundada por Murillo.
En la otra acera, si nos sentamos en las gradas de la Catedral o en el banco cobijado por el magnolio de más de 80 años, vemos una representación de arquitectura sevillana. Al fondo, el antiguo Teatro Coliseo, una sublimación del trabajo con ladrillo y azulejo. Y avanzando con la mirada por la calle, edificios de estilo regionalista sevillano en una recuperación y reinterpretación de la mejor arquitectura de la ciudad por los arquitectos de principios del siglo XX. Al fondo de la avenida, el Ayuntamiento plateresco, con una preciosa decoración inacabada en la que, un artista al que se encargó su terminación hace unas décadas, incluyó el rostro de la actriz Grace Kelly en un medallón.
Junto a la avenida, encontramos un pasaje oscuro y moderno que nos lleva a la Plaza del Cabildo, una de las más bonitas de la ciudad por su forma semicircular y sus balcones en corredor decorados con luminosas pinturas y coloridas macetas. Al otro lado de este edificio, vemos un lienzo de la antigua muralla almohade de la ciudad.
La Plaza de España es un hito arquitectónico y un símbolo de Sevilla a nivel mundial. Si de bancos se trata, ningún espacio de la ciudad tiene los que posee la obra del arquitecto Aníbal González. La plaza no es un monumento para ser contemplado, sino para ser vivido, y que sirve de puerta al imponente Parque de María Luisa, gran jardín histórico de la ciudad. En la ría que acoge la plaza las barcas esperan visitantes que tomen sus remos cuando sea posible. Y por la gran galería porticada que rodea la plaza deambulan los paseantes y corredores como lo hicieron los protagonistas del segundo capítulo de la saga de Star Wars, que en parte está grabado aquí. También la mítica cinta Lawrence de Arabia.
El monumento de 1929 tiene un azulejo por cada una de las provincias que formaban España en los años 20 del pasado siglo. Y cada azulejo está flanqueado por dos bancos de azulejería con dos pequeñas capillas con repisas que en su día quisieron ser biblioteca pública. Podríamos sentarnos en cada uno de estos azulejos y aprender de cada lienzo de cerámica un fragmento de la Historia de España. El trabajo en estos azulejos duró tres años, desde 1926 hasta 1929, para confeccionar la representación de las 48 provincias. Podemos ver representada la defensa del parque de Monteleón el 2 de mayo de 1808 en el banco de Madrid o la boda de los Reyes Católicos en el azulejo de Valladolid.
Hay algunas curiosidades, como que el azulejo de Navarra no cumple el orden alfabético de los bancos. Tuvo que ser sustituido antes de la muestra, y en el nuevo en lugar de poner Navarra se puso Pamplona, rompiendo así el orden. Desde cualquiera de estos bancos podemos ver un hermoso atardecer que se refleja en el agua de la ría y viste de arcoíris la fuente del centro de la plaza que, curiosamente, no es de Aníbal González sino de Vicente Traver, autor también del cercano Casino de la Exposición. También podremos ver los encantadores puentes que surcan la ría por la que nadan felices los patos, y que representan a los cuatro reinos históricos (Castilla, Aragón, Navarra y Granada); y subiendo por las imponentes escalinatas de los edificios centrales podremos ver la plaza en todo su esplendor.
Como siempre que se plantea un proyecto moderno y rompedor, el complejo Metropol Parasol generó un intenso debate en la ciudad. Pero con el paso de los años este enorme complejo de la Plaza de la Encarnación se ganó el corazón de sevillanos y visitantes. Conocido comunmente como Las Setas por su forma de enormes champiñones, este complejo es uno de los lugares más fotografiados de la ciudad y su mirador en altura nos permite ver la ciudad en 360 grados a cielo abierto desde el corazón del Casco Antiguo.
En su interior guarda la Plaza de Abastos, pero también el Antiquarium, un conjunto de restos y mosaicos romanos del antiguo foro de Hispalis que es una visita fundamental para conocer el esplendor romano de la ciudad. Toda la zona fue reurbanizada y tiene la singularidad de ser una plaza partida por la circulación del tráfico. Los bancos de esta plaza son semicirculares y corridos, y a la sombra de los árboles de la plaza podemos escuchar el sonido de los juegos de los niños y el rumor de la fuente de piedra. Una fuente que tiene más historia de lo que parece. Realizada en mármol blanco, esta fuente se instaló en 1720 para surtir de agua a la población. Desde aquella época, desapareció el convento, el monumental mercado y los tranvías. Pero ella queda como último testigo y como la fuente pública más antigua de Sevilla. Si miramos las cartelas que presiden su pilar central, leemos parte de su historia itinerante.
Muy cerca de la fuente, podemos ver otro de los grandes azulejos de la ciudad. Sobre el lateral de la Iglesia de la Anunciación, templo de la antigua universidad literaria, vemos retratado al Cristo de la Buena Muerte sobre un fondo de azules intensos, recordando que esta obra maestra del imaginero Juan de Mesa estuvo en esta iglesia hasta que fue llevado a la capilla universitaria, aledaña al Rectorado de la Universidad de Sevilla –que ocupa la vieja Fábrica de Tabacos de Sevilla–.
El romance de Triana con Sevilla y de Sevilla con Triana es la señal más clara de que el alma de la ciudad vive en el lecho de su río, el Guadalquivir. Triana tiene el mejor balcón para ver amanecer sobre los tejados de Sevilla, y Sevilla tiene el mirador más privilegiado para ver cómo el astro rey se despide tras el Puente de Triana.
Las dos riberas son uno de los lugares predilectos no solo para los que practican deporte, sino también para los que buscan un lugar desde el que ver la ciudad mientras se escucha el rumor de las aguas. En estos días el Paseo de Marqués del Contadero y el Muelle de la Sal, en la orilla del Casco Antiguo, tienen una visitante especial: la réplica de la Nao Victoria, el barco con el que Magallanes y Elcano dieron la primera vuelta al mundo hace ahora medio milenio. Sus mástiles se perfilan ante la fachada de la Plaza de Toros de la Real Maestranza a la que miran las estatuas de los toreros del Paseo de Colón.
Sentados en los bancos de este paseo o directamente en el muro del muelle del que un día fue el puerto más importante del mundo, podemos ver también una gran escultura de Eduardo Chillida, el Monumento a la Tolerancia; y de fondo las coloridas casas de la calle Betis –el nombre romano del Guadalquivir– y el perfil del campanario de la Parroquia de Santa Ana, considerada "la Catedral de Triana".
Y por supuesto, la protagonista de esta orilla no es otra que la Torre del Oro. Torre albarrana del recinto fortificado de la ciudad, hoy ha quedado exenta y, como reina del río, luce orgullosa los azulejos dorados de su remate con los rayos del sol. Dentro de la torre, se encuentra uno de los museos más desconocidos de la ciudad, el Museo Naval.
Cruzando el puente de Triana, cuyo nombre oficial es Puente de Isabel II, nos encontramos con las vistas de Sevilla desde el arrabal trianero, barrio de alfareros y navegantes. Entre los naranjos y juncos del Paseo de la O, accedemos al poyete de los bajos del puente, desde donde podemos tener las vistas de Sevilla más románticas con el parloteo de los patos de fondo. A nuestra espalda nos encontramos con el Mercado de Triana, que en sus entrañas guarda los restos del Castillo de San Jorge, el lugar más oscuro de esta orilla por haber sido sede de la Inquisición, que hoy tiene un coqueto callejón encalado que conecta el paseo fluvial con la calle Castilla.
En el paseo también se encuentran los discretos restos de las antiguas almonas o fábricas almohades de jabón que luego, durante su época como fábrica real, llevó el jabón al Nuevo Mundo y fue una industria fuerte que exportaba este producto a zonas como Inglaterra o Flandes. Hoy solo nos quedan algunos arcos y restos incrustados en las viviendas del paseo y en sus aparcamientos subterráneos, inaccesibles al público.
Si hay un barrio pintoresco que los sevillanos tenemos un poco olvidado ese el de Santa Cruz. Objeto de fascinación para los que vienen de fuera, es siempre un lugar a redescubrir. En la Plaza de Doña Elvira, entre rosas florecidas y hermosos bancos de azulejos, nos sentamos a disfrutar de la paz más serena.
Accediendo desde la coqueta Plaza de la Alianza custodiada por las torres defensivas del Alcázar, llegamos por la serpenteante Rodrigo Caro hasta esta plaza en la que parece que se haya detenido el tiempo. En sus bancos encontramos la calma entre azulejos sevillanos y una fuente cuya agua susurra escondida entre rosas de colores. Se levanta sobre lo que antiguamente era un corral de comedias, y aunque parezca que su imagen nos conduce a siglos remotos, su reurbanización es de principios del siglo XX. La leyenda dice que aquí estaba la casa de la familia de Doña Inés, el amor prohibido de Don Juan Tenorio, incluso un azulejo en una de sus paredes los recuerda.
Bajando por la estrecha calle Vida desde esta plaza, llegamos al cruce de caminos con la calle Judería, un rincón al que se llega a través de una reja y un callejón albero en el que la fuente esquinera compite en encanto con los balcones tradicionales con jazmines y geranios en flor. Sobre este rincón escribió el poeta Luis Cernuda, hablando de un magnolio que ya no existe y que con sus flores le recordaban a copos nevados en una ciudad en la que la nieve es casi una quimera. Al otro lado de estos altos muros, que aunque ahora pintados son parte de la muralla del Alcázar, se extiende el palacio real en el que la serie Juego de Tronos retrató los Jardines del Agua del meridional reino de Dorne.
Dos plazas, dos espacios abiertos para enamorarse –si no lo estabas ya– de la Giralda. El alminar cristianizado que es el campanario de la Catedral de Sevilla tiene dos miradores de excepción en la Plaza Virgen de los Reyes, de la que brota la torre que, recién restaurada, ha recuperado partes con colores rojizos, dorados y ocres. Porque la Giralda tenía colores, aunque ahora nos parezca impensable.
Esta plaza tiene el Palacio Arzobispal en un costado, y bajo la propia plaza se esconden los restos del antiguo Corral de los Olmos, donde se hallaba el Cabildo Municipal hasta que en el siglo XVI se trasladó a la Plaza de San Francisco. Como recuerdo de aquel recinto nos queda la Virgen de los Olmos, que estuvo en este espacio. Hay que buscarla actualmente en una hornacina de la Giralda, aunque la que vemos hoy es una réplica y la auténtica está en una capilla del templo mayor.
La visión que más le gusta al sevillano de su torre, además de la de la calle Mateos Gago, es la de la calle Placentines. En estos días en los que aún el tránsito de personas no es el habitual, es irresistible pararse en Placentines para ver la torre enmarcada entre los edificios. Saliendo a la calle Alemanes, nos espera la puerta del Patio de los Naranjos de la catedral, herencia de la antigua mezquita, mientras el sol se derrama sobre las antiguas gradas del recinto catedralicio. Custodian esta puerta San Pedro (son las llaves en la mano) y San Pablo, que “tiene tres manos”. ¡A ver si eres capaz de encontrar la tercera!
Pero volviendo a Virgen de los Reyes, y si dejamos a un lado el Convento de la Encarnación -donde los padres siguen comprando a las monjas bolsas de los recortes sobrantes de hacer las hostias para las misas-, nos adentraremos por una callecita que nos lleva a la maravillosa Plaza de Santa Marta. Aquí los naranjos han creado una suerte de cúpula verde sobre la plaza y hacen de celosía. Aquí el banco es el pie de la cruz que preside este espacio, un sitio ideal para sentarse a solas con tus pensamientos o incluso encontrar inspiración. El hermoso crucero, del siglo XVI, procede del Hospital de San Lázaro.
Tras relajarnos, es un buen momento para encontrarnos con la belleza romántica de la Plaza del Triunfo. Sobre cuatro pilares jónicos, se alza la Inmaculada Concepción, a la que los fotógrafos buscan para retratar cuando hay luna llena. A sus pies, una plaza con parterres y bancos de respaldo de forja nos ofrecen un lugar de descanso. Desde ellos y con el sol tibio de la tarde, podemos disfrutar de las murallas del Alcázar que nos rodean, una visión distinta de la Catedral y la Giralda y, en un lateral, un monumento más discreto en el que vemos una Virgen en un templete.
Este monumento, lejos de lo que pueda pensarse, es una manera de agradecer a la Virgen la salvación de la ciudad en el terremoto de Lisboa de 1755. El seísmo, que provocó bastantes daños en Sevilla, se produjo cuando en la Catedral se celebraba la misa de Todos los Santos. La misa tuvo que terminarse al aire libre en esta zona, y dos años después se inauguró este monumento en acción de gracias.
Más alejada de la zona de los grandes monumentos y en el entorno del eje de las iglesias mudéjares, se encuentra la Plaza de Santa Isabel. Aquí los clásicos bancos de forja sevillanos están arropados por setos para poder mirar a la fuente con el sol de primavera dando en la cara. En esta pequeña placita –para algunos la más bonita de Sevilla–, el gran protagonista es el Convento de Santa Isabel. La portada de la iglesia que da a la plaza es de una gran elegancia, diseñada por Alonso de Vandelvira. Sobre el dintel, hay una escena de la Visitación de Santa Isabel. La portada es un buen ejemplo del estilo manierista, no tan común en la ciudad.
Recorriendo la calle Santa Paula que sale de esta plaza, alcanzamos precisamente el Convento de Santa Paula. Una joya del siglo XV cuya espadaña reluce esbelta sobre los tejados de la zona. En su interior, una más que interesante colección de arte sacro y elementos renacentistas notables. En este convento encontramos obras del ceramista Niculoso Pisano o del escultor Pedro Millán.
Y si volvemos sobre nuestros pasos, llegaremos a la Iglesia de San Marcos. No ha tenido mucha suerte este templo mudéjar, que vivió incendios en el pasado, el más dañino el del inicio de la Guerra Civil, cuando este templo se encontraba en el Moscú sevillano. En esta plaza hubo barricadas y tiroteos, pero ahora es una plaza con sabor a barrio presidido por una torre mestiza en la que diferenciamos perfectamente los elementos más propios del arte islámico y los característicos del arte cristiano. Desde allí, lo mejor es perderse. Las calles de San Marcos descubren azulejos que pasan desapercibidos a simple vista, puertas agrietadas que nos enseñan jardines y pasajes en los que los artistas trabajan en torno a un patio. Guarda el móvil y mira a tu alrededor, porque cada pared cuenta algo.