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El diablo viste de Prada y en Zamora se viste de Carbajales de Alba. La provincia zamorana presume de tener una de las indumentarias tradicionales más bonitas, artesanas y coloristas de España: azucenas, pensamientos, campanillas, rosas, espigas, tréboles y corazones florecen como la primavera en mandiles, manteos y gabachas, creando alegres estampados y exclusivos bordados.
No hay dos iguales. Puntada a puntada, desde el siglo XVI, las mujeres de Carbajales de Alba han confeccionado auténticas joyas textiles en forma de trajes de bellísima factura gracias al bordado carbajalino, caracterizado por sus virguerías de motivos florales, vegetales e incluso animales.
La vistosa indumentaria es lucida con orgullo por las gentes de esta histórica villa del antiguo Condado de Alba de Aliste, situada a unos treinta kilómetros de la capital. Pese a ser cabecera de comarca de Tierra de Alba, en la actualidad el municipio apenas alcanza los 500 habitantes, muestra de la galopante sangría demográfica que cose a aguijonazos toda la provincia.
Por eso la transmisión generacional de este saber se antoja esencial y cada vez son más las iniciativas que tratan de preservar este bien cultural con la organización de talleres de artesanía textil como los promovidos por el CIT (Centro de Iniciativas Turísticas), el colectivo La Morana o el propio Ayuntamiento de Carbajales de Alba, entre otras entidades. Nos adentramos en uno de ellos.
“¡Que me tiras el estalache!”, le suelta Rocío a otra mujer. Son las cuatro de la tarde y, poco a poco, van entrando las mujeres -porque todas son mujeres- al centro cultural de Andavías, donde Purita imparte el taller. Unas acuden con sus pequeños bastidores portables y otras cargadas con grandes artilugios. “Este me lo hizo mi marido, Lorenzo”, apunta orgullosa Mari Paz. “¡Pero pon la mano por debajo!”, le corrige Fonsi. “Hazme caso, pon la mano izquierda por debajo, que así aprenderás mejor. Como yo le digo a los niños en clase de guitarra, cada dedo a su traste”, le aconseja.
Además de su bastidor, cada una aporta unas tijeras, una tiza o jaboncillo, y un costurero -o sea, la lata metálica de galletas de mantequilla de toda la vida- donde guardar ovillos de lana y el resto del kit de costura. Así, entre acericos, hilos de colores, paciencia, gafas de cerca y animados parlaos, los bordados comienzan a tomar forma. Si se comete algún fallo, se deshace la puntada. “A hacer y deshacer, llaman aprender”, apostillan.
Más allá de zurcidos y remiendos, muchas empezaron a bordar cuando sus niños eran pequeños y los echaban a dormir. Más tarde dejaron a un lado la afición por aquello de la conciliación y, ahora que los hijos ya están criados, han retomado la labor, concebida también como un acto social. “Así echamos la tarde y siempre aprendemos algo”, comentan.
Muchas otras también se interesaron por el bordado para confeccionar su propio traje y entrar a formar parte de las águedas, el colectivo de mujeres que una vez al año toma el bastón de mando de cada ciudad o localidad, llenándolas de alegría, cánticos, bailes y brindis. En Andavías, además, se celebra el salto del piorno, un ancestral rito en el que las mujeres se elevan sobre el fuego de una hoguera atravesando las llamas con sus maravillosos trajes.
“Este no salta el piorno, este solo va a misa”, puntualiza Pilar Domínguez. Pilar cuida y guarda como oro en paño el traje de su madre, fallecida el pasado año. La prenda, marcada con las iniciales C y M, de Consolación Malillos, es un auténtico tesoro y acapara todas las miradas. “Se lo hizo una carbajalina y mi madre lo estrenó con 18 años”. Además, las lanas son todas teñidas. Como antaño eran todas blancas, su abuela se encargaba por la noche de pigmentarlas para lograr esos colores auténticos, que ya no se encuentran en las mercerías.
Precisamente para Purita, la profesora del taller, la combinación de colores es lo más difícil. “El bordado parece que es difícil hasta que llega un día en el que tú lo aprendes, pero el color… o lo aprendes o no lo aprendes”, zanja la bordadora. La veterana maestra, natural de Carbajales de Alba, lleva toda su vida cosiendo. “Cuando terminaba la escuela, iba al taller de bordados y luego también a casa de Manuela Gómez, La Boliña, y de Felisa, con quienes aprendí. Te dejaban las esquinas o los retales y en esos trozos ibas practicando”, recuerda.
Tras desbloquear el patrón del teléfono, nos enseña su galería de fotos, llena de fotos de bordados. Y del patrón del móvil pasa al patrón sobre el paño negro: con un jaboncillo, tiza o bolígrafo blanco, siluetea los dibujos que sirven de guía a las aprendices. Así Esperancita, de 63 años, se baja la mascarilla, rechupetea la aguja para enhebrar el hilo y da la primera puntada de una flor amarilla previamente marcada. Lentamente, los pétalos van brotando y, tras mandar la tela a un zapatero, los zapatos de su hija echarán a andar. De igual modo, con mucho mimo y esmero, Elisa, la águeda más joven del taller, confecciona una faltriquera, una especie de bolsillo. “Primero me han hecho el dibujo y luego lo he pasado a cadeneta bordeando la silueta”, explica.
Con el ritmo de trabajo que exige y el número de piezas que forma el traje, la elaboración completa de este hábito puede demorarse durante meses. "Una gabacha te lleva casi un mes, el delantal también y, para un manteo, te puedes aburrir… una bordadora sola puede tardar nueve o diez meses para confeccionar un traje completo echándole todas las horas que pueda y no lo termina”, valora Purita.
De ahí que tantas horas de trabajo eleven el precio de un traje al completo a miles de euros -sin contar con la joyería adicional de collares de corales, medallas y pendientes-, y que solo se luce en un par de fechas señaladas al año, como en Santa Águeda (el 5 de febrero) y en la fiesta patronal de Carbajales (el 8 de septiembre), en honor a la Virgen de Árboles, imagen que también procesiona ataviada con su elegante traje carbajalino.
“Es un trabajo que no está pagado”, reconocen, aunque sí valorado. En los albores del siglo XX, vecinos de Aliste y Alba acudieron como invitados a la boda de Alfonso XIII con la indumentaria tradicional, acaparando la mirada de los presentes. En 1985, el bordado de la Rosa Picada de las costureras La Guardesa y La Corrales se alzó con el primer premio en el I Festival Folclórico Mundial de Baviera, en Alemania. Y, en 2017, la diseñadora de alta costura María Lafuente incorporó algunos de estos bordados a la alfombra roja de la Madrid Fashion Week.
Ya en tierras albarinas, nos recibe el alcalde de Carbajales de Alba, Roberto Fuentes, con una mascarilla bordada que, reconoce, siempre llama la atención. El regidor municipal nos espera junto a un curioso torreón con una antena pararrayos que sorprende a quienes acceden a la localidad por la calle Oro. Se trata del edificio del Taller de Bordados, construido en 1941, que ahora también alberga el Museo del Traje Carbajalino y la Oficina de Turismo de Tierra de Alba.
Roberto nos abre las puertas del museo, espacio municipal que atesora un crisol de formas y colores: trajes, cojines, bolsos, mantones, fundas de castañuelas, mascarillas, paños y todo tipo de textiles, con el inconfundible bordado carbajalino, jalonan el pequeño museo donde poder admirar la armoniosa combinación de líneas y colores de cada una de las piezas que conforman el traje típico: manteo, mandil, rodao, jubón, gabacha, lazos y un largo etcétera. El joven alcalde reconoce que no sabe bordar, aunque lo ha intentado: “Una vez me senté aquí… ¡Y pamba! Ellas llevan un dedal y yo tendría que llevar un dedal en cada dedo, porque te pegas unos picotazos…”, advierte entre risas.
Dado el carácter eminentemente ganadero del pueblo, antiguamente la lana provenía del mismo municipio. “Todos los hilos se hacían aquí, con lana de oveja y diferentes materiales. La lana de la oveja castellana negra se sacaba para hacer las capas pardas, la otra vestimenta más genuina de la provincia, y la blanca para camisas y demás”, explica.
Marañas de hilos, lanas, cintas, lentejuelas, patrones, gomas, telas y jaboncillos se esconden en los armarios y arcones con aroma a alcanfor del taller, en cuyas paredes numerosas fotografías en color sepia testimonian el legado etnográfico de Carbajales de Alba. Un pueblo que huele a pan de horno de leña, sabe a chuletas de Ternera de Aliste (IGP), vive los festejos taurinos y, por supuesto, viste el bordado carbajalino.