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Me gusta cruzar el Guadalquivir por el puente de Triana, barrio de navegantes y alfareros. Hay barquitos que pasan y gente tomando el sol en la orilla del Betis, que es el nombre romano con el que los árabes llamaron a este río grande. Desde allí ya es un dejarse llevar por los pies a cualquier parte del centro de la ciudad. Si quieres grandes monumentos y dejarte impresionar, te vas a los Reales Alcázares, a la Catedral o a las Reales Atarazanas, que albergaban los astilleros en el siglo XIII.
Pero también puede ser un paseíto por la judería en el Barrio de Santa Cruz y entrar en alguna tasca o sentarse en un banco bajo los naranjos. Cuando cae la tarde, acércate hasta la plaza de la Encarnación, donde hay una extraña estructura de madera que se llama las Setas de Sevilla. Abajo del todo tienes unas ruinas romanas para seguir empapándote de historia; a nivel de calle, un mercado de abastos que fue el primero de la ciudad; y arriba del todo, una pasarela por la que pasear y donde corre un aire muy rico.
Si has llegado hasta aquí, relájate y contempla la caída del sol. ¡Qué pena que no nos podemos parar a ver caer el sol tantos otros días! Afortunadamente no hay edificios que rompan en altura con el paisaje y tienes una vista muy bella de la ciudad. Lo demás ya te lo sabes: levantas la cámara viendo detrás de ti un sinfín de tejados, el perfil de la Catedral con sus luces encendidas. Recuerda no ocupar demasiado espacio en la foto, basta con asomar por una esquinita. En el género yo estuve aquí, lo importante no es el yo sino el aquí. Y Sevilla te lo va a poner muy fácil.