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El monte Fuji asoma por los huecos de una cortina de bambú que parece dispuesta a oscilar por el viento que sopla. Se trata de una de las magistrales ‘Cien vistas del Fuji’, de Katsushika Hokusai. Tal vez sea el mismo viento que trae la lluvia del quinto mes, que obliga a abrir su paraguas a la geisha de la ilustración de Tomioka Eisen, elegida como imagen del cartel de Japón. Una historia de amor y guerra, fascinante exposición organizada por el espacio cultural CentroCentro, del Ayuntamiento de Madrid.
Los grabados en madera ukiyo-e, concienzudo y minucioso arte de ilustración, es una de las manifestaciones más deliciosas del Japón del periodo Edo. También lo son los cascos, katanas y armaduras samuráis; los abanicos y kimonos de las geishas; los platos, cajas, vajillas, prendedores y otros objetos cotidianos, y el variado sinfín de ilustraciones, estampados y primitivas fotografías que forman parte de esta exposición, la más importante sobre este país organizada en España desde hace décadas.
Más de 200 obras que representan cuatro siglos de arte y cultura del país del Sol Naciente. Proceden de los fondos de los coleccionistas italianos Pietro Gobbi y Enzo Bartolone, con más de 30 años de investigaciones y trabajos dedicados a la cultura nipona. Todo en una cuidada puesta en escena de techos altos, ligeras mamparas y tonalidades rojo lacre, que trasladan al visitante con el inconfundible estilo del país oriental. El respeto y gusto por la naturaleza, la vida cotidiana de la sociedad nipona, acotada por el título de una muestra que transita por sus dos polos opuestos: el amor y el placer, junto con todo lo que se encierra entre ellos. Contradicciones entre unas costumbres morales de gran rigidez y un arte que sublima y libera el espíritu, hasta encontrarse ambas en la búsqueda de la pureza y la esencia última de las cosas.
En las salas de CentroCentro se dan cita geishas y oiran, mushas, ronin y samuráis; el teatro clásico nipón y las ancestrales técnicas xilográficas ukiyo-e, la vida corriente y el erotismo y el sexo. La muestra va de la mano de artistas tan prestigiosos como Hokusai, Hiroshige, Utamaro y Kuniyosh. Fascinante y seductora, la exquisita fantasía de su trabajo despierta la admiración con que en Occidente se reciben las noticias de la cultura del lejano Edo.
La enigmática sonrisa mantiene idéntico rictus que el original. La mirada de ambas persigue de igual modo al espectador, se ponga donde se ponga. Las siluetas y las dimensiones de las dos también son las mismas. Aunque la del Museo del Prado tiene cejas y pestañas, ausentes en el retrato del Louvre. Hay más diferencias, como la mayor altura de la frente del rostro que cuelga en París y que el horizonte de aquella pintura está situado más bajo que el de Madrid. A pesar de ello, no hay duda de que las dos pinturas se corresponden íntimamente y fueron creadas en el mismo entorno.
Estos y otros detalles se muestran en Leonardo y la copia de Mona Lisa. Nuevos planteamientos sobre la práctica del taller vinciano, íntima exposición que acaba de inaugurar la pinacoteca madrileña, donde se exponen las semejanzas y diferencias de ambas obras maestras. También se ha reunido una copia del Salvator Mundi, segunda de las tres obras maestras de Leonardo da Vinci que se sabe fueron copiadas por discípulos de su taller. La tercera es la Santa Ana -conservada en Los Ángeles-. Junto a ellas se exponen otras cinco pinturas salidas del entorno del genio italiano.
El rotundo contenido científico reunido en la muestra certifica la autoría de La Gioconda madrileña, mejor dicho, la no autoría de Leonardo da Vinci. Aunque sí corrobora que fue producida en el taller del maestro transalpino. Algo que ha quedado demostrado por otra diferencia nada despreciable entre las Monas Lisas madrileña y parisina. En el retrato madrileño es reseñable la ausencia del característico sfumato vinciano. “Es una técnica propia de la última época de Leonardo”, señala la restauradora Almudena Sánchez. Esto ha permitido señalar que la pintura de Madrid marca el momento en que da Vinci abandonó su taller florentino. “Leonardo siguió trabajando en La Gioconda hasta su muerte”, añade la experta en el pintor italiano. El discípulo, ya sin la dirección de su maestro, no pudo añadir tal efecto a su Gioconda.
Este detalle se descubrió en la restauración de la Mona Lisa madrileña, realizada por Sánchez en 2012. Significó un terremoto en el conocimiento del trabajo de Leonardo da Vinci y su taller. Gracias a ella y a los estudios científicos que permitió, pudo determinarse con precisión la fecha de finalización de La Gioconda parisina, cambiando el año 1507, que se pensaba, por el de la muerte del maestro, 1519. La limpieza del cuadro demostró que ambas fueron pintadas en paralelo, una por da Vinci; la otra por un discípulo que reprodujo los trazos del maestro, bajo su supervisión e indicaciones directas, y no como la simple copia que pinta el alumno a partir de una pintura original.
“Nada más tentador que decir que la mano de Leonardo está en estas pinturas, pero no lo vimos hace diez años, cuando se restauró nuestra Mona Lisa, y no lo vemos ahora”, señala el director del Museo del Prado y comisario de la muestra, Miguel Falomir.
Puede decirse que las obras reunidas en la segunda exposición temporal abierta estos días en el Museo del Prado responden a la temática religiosa. Lo anuncia el título de la muestra El Hijo pródigo de Murillo y el arte de narrar en el Barroco andaluz, que recorre a lo largo de 33 cuadros de Bartolomé Murillo, Valdés Leal y Antonio del Castillo, sendas series narrativas de motivos místicos.
Hasta aquí, lo clásico. La novedad es que estas series de cuadros se pintaron por encargo de particulares. Personajes pudientes y familias poderosas que pidieron a los maestros barrocos satisfacer un capricho doméstico. “Es una nueva manera de relacionarse con la pintura. Son obras realizadas para decorar las residencias de clientes particulares”, explicó en la presentación de la muestra su comisario Javier Portús, jefe de Conservación de Pintura Española hasta 1800 del museo.
Las pinturas aportan, de esta manera, algo no demasiado conocido de la sociedad del siglo XVII: el acceso de una capa social privilegiada, la cual disponía de dinero suficiente para poder pagar el trabajo de artistas consagrados. Pinturas de élite destinadas a ser contempladas en privado en los salones y oratorios de sus casas. Estamos, pues, ante un antecesor de las hoy tan imprescindibles series de consumo televisivas, cuyo acceso actualmente es mucho más democrático que lo fueron entonces aquellas pinturas.
El argumentario de las series refuerza la tesis. La de Antonio del Castillo narra la historia de José en Egipto: vendido como esclavo, con un intento de seducción por la mujer de su amo y a otro de asesinato por sus hermanos, acaba gobernando Egipto. La serie de Valdés Leal refleja la vida de San Ambrosio, otra historia con su aquel: siendo niño, se le llenó la boca de abejas, aunque su padre no consintió que se las quitasen, y que terminó vistiendo la púrpura del Papado. El serial de Murillo que da nombre a la exposición narra la historia del joven que abandona su casa, dilapida la herencia paternal en una vida de desenfreno y lujuria, lo pierde todo y regresa al hogar, donde, felizmente, su padre le perdona. Lo dicho, culebrones auténticos que debieron atrapar a los pocos afortunados que pudieron contemplarlos. Hoy están a la vista de todo el que quiera en la pinacoteca madrileña.
Surrealismo es que no haya habido en España una exposición de Rene Magritte desde hace más de treinta años. Surrealismo es que todo el fondo pictórico del pintor belga que se conserva en nuestro país pueda contarse con los dedos de una mano. Surrealista no es, sin embargo, que el discurso pictórico de este artista imprescindible sea reconocido como algo que está en lo más profundo de nosotros mismos.
El Museo Nacional Thyssen Bornemisza abre las puertas a La máquina Magritte, una muestra que reúne más de 90 obras del artista surrealista, que llegan a la capital de España en el mejor ambiente posible. Cómo calificar sino la histérica situación que vivimos, con cientos de contagiados cada día -por una pandemia nada surrealista- que conviven en tiempo y espacio con decenas de miles de personas que celebran a botellón vivo el que, acaso también ellos, acaben contagiados.
Es apasionante pensar qué habría pintado sobre esto Magritte. No es posible saberlo, pero sí lo es asomarse a las salas del Thyssen para comprobar que la famosa pipa del pintor sigue sin ser la pipa, la primera de las obras expuestas en esta antológica que se postula entre las más imprescindibles del otoño madrileño. Reúne un conjunto de situaciones tan inesperadas por locas, como tremendas por lo inquietantes que son. Con su pintura inconfundible, el pintor nos advierte que nada es lo que parece. Subidos al desasosiego que despiertan sus lienzos, asistimos en ellos a un desfile de sospechosos. Rostros que no existen, siluetas que no están, palomas de aire y nubes, y puertas que se abren a un lugar donde cuesta dirigir la vista.
Todo es insólito, todo es incierto, menos una cosa, aquí se tiene la certeza de que vamos a ser engañados. O no. Magritte nos anima a buscar la realidad en sus cuadros, un espejo de nosotros mismos. Pero es posible que en ese reflejo no seamos capaces de encontrar más que la sombra de la duda. También puede que sea por esto por lo que los visitantes salgan de la exposición con el semblante desaliñado.
A tiro de piedra en distancia, pero mucho más cerca en su concepto al discurso de Magritte, Chema Madoz inaugura Crueldad en el Círculo de Bellas Artes . Setenta y tres fotografías, muchas de apabullante formato, realizadas a lo largo de su trayectoria profesional gavillando el lado oscuro de los objetos cercanos.
Antes que crueles, las imágenes de Madoz parecen travesuras, pero lo cierto es que escarban en la inquietud que nos espera agazapada en los pliegues de nuestro entorno. Un reloj empeñado en tachar las horas en vez de darlas; la araña que toca una peculiar sinfonía al piano; una taza cuyo fondo es el sumidero de una pila; la escalera que necesita apoyarse en una muleta para seguir siendo escalera; un collar de perlas que, en realidad, es una soga; el tremendo cinturón de castidad convertido en inocente columpio.
Ironía y despiste, bromas y paradojas, pero, sobre todo, desasosiego y conmoción, turbación y malestar. El fotógrafo hace que nos fijemos en objetos próximos. Una taza, un cajón, unos zapatos y cosas así. Pero lo hace desde una perspectiva en la que quedamos tan atrapados como la avioneta detenida porque sus alas se topan con un bosque que parecen pelos tiesos como escarpias. Igual que se ponen los nuestros cuando ese chico malo que es Madoz nos atraca, mostrándonos lo que vive con nosotros.
Desnuda de personas, en la expo no sale ni un alma. No se echa de menos. Los objetos que la protagonizan son nuestra mejor imagen; el reflejo de lo que somos y lo que anhelamos, la sombras de nuestros miedos. Al final, o mejor, al principio, porque es la imagen que representa la muestra, el fotógrafo se apiada del público y envuelve con una venda un cuchillo de terribles dimensiones. Metáfora inquietante que cuelga en la entrada de las salas del Círculo. A pesar del aséptico embalaje, no disimula su naturaleza perversa.
Si Giorgio Morandi hubiera vivido en estos tiempos de pandemia, extremismos y migraciones sin cuento, su pintura no sería muy diferente a la que cuelga estos días en las paredes de la Fundación Mapfre, en la exposición Resonancia infinita. Al fin y al cabo, el discurso del creador italiano se desarrolló cuando aún resonaban los rescoldos de la Segunda Guerra Mundial, en la que fue llamado a filas y encarcelado en la Italia fascista.
El pintor dio la espalda a aquella realidad que repudiaba, refugiándose en su universo doméstico. Sin querer saber nada de vanguardias ni modas al uso, decidió aliarse con el rigor en busca de la realidad. Encontró un mundo de tranquilidad y sencillez. Tiempo infinito que habita en sus bodegones junto a jarras, botellas, tazas y demás objetos sacados de la alacena.
Fruto de su trabajo son el centenar de obras reunidas en la primera gran retrospectiva del italiano en nuestro país desde 1999. Lienzos de factura elemental en apariencia, esconden en la sencillez de sus líneas y ausencia de volúmenes un extraordinario trabajo introspectivo que ha contribuido en el desarrollo del arte contemporáneo. “Su tema principal fue la pintura en sí misma”, explica la comisaria de la exposición, Daniela Ferrari.
A pesar de su aislamiento, no dejó Morandi de recibir influencias de pintores como los impresionistas Cezanne, Picasso y Braque, entre otros. De vez en cuando pintaba flores -que copiaba en sus expediciones al jardín familiar o a la casa de veraneo en Grizzana- en las que sus pinceles desgranan influencias de Renoir. En la muestra también se expone el diálogo que algunos artistas contemporáneos establecen con Morandi, reinterpretando algunos de sus trabajos. Es el caso de Tony Cragg, Joel Meyerowitz, Luigi Ontani, Rachel Whiteread, Edmund de Waal, Alfredo Alcaín y Gerardo Rueda.
Inmigrantes llegados a Alemania desde el sur de Europa y más allá; ciudades en las que solo parece vivir el desasosiego; jóvenes que se divierten, a pesar de todo; los alimentos con los que se nutre Europa. Del fotoperiodismo a la abstracción figurativa, del blanco y negro a las infinitas tonalidades grisáceas. El Museo Reina Sofía inaugura una exposición sobre la obra del fotógrafo alemán Michael Schmidt. La muestra llena el vacío que había en torno a este fotógrafo multidisciplinar y fecundo. Auténtico desconocido en nuestro país, está considerado como uno de los más influyentes en la fotografía alemana contemporánea. Estamos ante la primera retrospectiva del camarógrafo alemán después de su muerte en 2014.
Destaca la enorme cantidad de instantáneas expuestas -unas 350- junto con variado material documental. Las extraordinarias dimensiones de las salas que las acogen hacen que se eche en falta la reproducción de alguna imagen en gran formato. Semejante número y disposición obedece a cinco décadas de trabajo, así como al respeto del criterio de Schmidt, exponiéndose algunas imágenes incluso sin marco. Ha ayudado mucho a ello que haya sido comisariada por el también fotógrafo y amigo del artista Thomas Weski.
Nacido entre los cascotes en los que se convirtió Alemania tras la Segunda Guerra Mundial, Schmidt sufrió la división de Berlín por el muro comunista que separó a su familia y la sumergió en la pobreza. Esto le hizo recibir una educación básica; después de un tiempo como pintor, logró trabajar como documentalista de los cambios urbanísticos sufridos en la ciudad. Rastreador del paisaje humano, sus fotografías testifican la destrucción del mundo que habitaba y el que se construyó a partir de ello. De los escenarios berlineses, al encuentro cara a cara con sus habitantes, no es difícil descubrir en la obra de Schmidt trazos de la fotografía documentalista estadounidense.
Descampados de la ciudad, ambiente callejero de barriadas humildes, vidas destartaladas. Paredes desconchadas y rotas de viviendas en las que asoman rostros empapados de derrota. Las heridas de la guerra, callejones sin salida, como le gustaba señalar al propio Schmidt cuando hablaba sobre sus fotos.
Aunque no falta alguna imagen en color, la muestra refleja la predilección de Schmidt por la fotografía en blanco y negro, aunque con matices. Cara a cara con la severidad, renuncia a cualquier concesión. Salta por encima de la apuesta segura del claroscuro y recala a mitad de camino. “El blanco y negro son dos estados fijos, el gris es el color de la diferenciación, es lo que intenté al eliminar el blanco y el negro”, explicaba. Múltiples matices de una tonalidad coincidente con la visión que tenía el autor del mundo en el que trabajó: “La vida no es una fiesta”. La vida obligó a Schmidt a retratar la ciudad donde le tocó vivir. Son fotos de proximidad, pero no se quedan tan cerca. Van hasta ese lugar tan distante, esa materia tantas veces desconocida, que es con la que estamos construidos nosotros mismos.
En busca de entender cómo eran las gentes de su ciudad, Judith Joy Ross empezó a fotografiarlas en 1966. Todavía continúa con ese desafío emocional. Entre medias, un rastro de miles de retratos de gente corriente. Una ímproba selección de sus retratos -realizados entre 1978 y 2015- puede verse estos días en la Fundación Mapfre, en la mayor exposición de la fotógrafa estadounidense jamás realizada en España.
Marcada por el realismo de autores de la talla de Diane Arbus, Lewis Hine y Dorothea Langer, está considerada una de las fotógrafas más influyentes del retrato contemporáneo. Su materia son personajes anónimos, que la autora encuentra en espacios públicos. Por lo general, estos lugares constituyen el hilo argumental de las series fotográficas que los agrupan, conformando un exhaustivo vademécum una clase social y de un momento determinados.
Lejos de la premura e instantaneidad que puede pensarse al ver su ingente obra, las fotografías de esta autora estadounidense son el fruto de una intensa relación con los sujetos objetivo de su trabajo. Merece la pena valorar el esfuerzo que le requiere a Joy Ross cada retrato que realiza. Le ha dado la espalda a la fotografía digital para seguir trabajando igual que hace bastantes décadas: con una cámara de gran formato anclada a un trípode de patas enormes.
“Si te pregunto, con una digital en las manos, si puedo hacerte un retrato, es seguro que escapes rápido; cuando hago una foto, tengo que ponerme dentro de un paño y pedirle a la gente que no se mueva. Así hacemos juntos la fotografía”, argumenta la propia artista sobre su método de trabajo. Y concluye: “Soy demasiado mayor para aprender nuevos métodos, tengo 75 años y la cámara de fuelle me parece algo mágico”.
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