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El murmullo de la radio suena de fondo al entrar en el coqueto negocio que Dolores y Rafael mantienen desde hace más de 30 años en el corazón de Triana. 'Cerámica Rocío' es su particular templo, uno de los escasos rincones en los que se sigue rindiendo culto a una tradición centenaria originaria de este barrio sevillano.
Rodeada de todo tipo de macetones, jarrones, vajillas y lebrillos, pero sobre todo de botes y pinturas que recrean su propio universo multicolor, Dolores se afana en dar vida, pincelada a pincelada, a un paragüero de cerámica con motivos de montería. Una temática arraigada a la cerámica de Triana desde siempre, aunque cada vez más eclipsada por diseños mucho más actuales.
“En realidad la montería, que son dibujos de cacería, ya no la hace casi nadie. Hace 30 años era todo lo contrario: nadie se llevaba nada en lo que no apareciera un cazador con el rifle. Ahora tiendo a pintar los mismos animales que antes, pero vivos”, comenta la artesana mientras traza, con un pulso envidiable, una delgada línea amarilla en la pieza. Pieza a la que aún le quedan varios pasos para estar lista: después de pintar habrá que esmaltar y, por último, volver a cocerla en el horno. Un trabajo lento, hermoso, y para el que asegura que hay un ingrediente secreto: la paciencia.
Pero resulta que esta menorquina de nacimiento —sevillana de adopción— llegó hasta este arte por pura casualidad: tras licenciarse en Filosofía, Dolores se dejó embaucar por lo que su marido, aprendiz en la Escuela de Artes y Oficios de Gelves, le transmitía del fascinante mundo de la cerámica trianera. No imaginaban entonces que aquel era solo el comienzo de una bellísima historia de amor a la que han dedicado toda una vida sin perder nunca la ilusión. “Los hornos hacen mucho con las piezas: o las mejoran o las rompen, pero es tan emocionante... que han pasado 30 años y yo vengo los lunes a abrirlo con los mismos nervios que el primer día”, cuenta. Y asegura, sin titubeos, que será así por muchos años más.
Dolores es la viva imagen de la pasión por un oficio que, muy a pesar del esfuerzo de algunos, sobrevive a duras penas en Triana. Sin embargo, ese mundo que hizo de la cerámica la forma de vida de innumerables familias en el pasado, dejó una huella imborrable en el barrio: solo hay que dar un paseo por sus enrevesadas callejuelas, algunas con nombres tan simbólicos como Alfarería o Tejares, para toparse con azulejos decorativos en las fachadas, tiendas especializadas en cerámica local —'Cerámica González' es una de las más importantes—, algún monumento a modo de homenaje o, mejor aún, con los vetustos edificios de las fábricas que aquí se instalaron en los siglos XIX y XX.
Pero no vayamos tan rápido, que aún hay mucho por contar. De hecho, ¿qué tal si viajamos en el tiempo hasta el verdadero origen de este arte? Concretamente hasta la época romana, aunque tomó mucha más fuerza en el periodo almohade: de ahí los incontables restos de alfares, antiguos hornos medievales, que se han ido encontrando en este margen del río. Y es que pisar Triana, es sentir su historia.
“La cerámica, sobre todo en el mundo mediterráneo, es como el vino: te vas a cualquier pueblo y hay alguien que produce sus propios caldos. Pues aquí te vas a cualquier pueblo, y hay alguien que hace barro”. Quien habla es Antonio Librero, uno de los socios de un precioso proyecto que vio la luz hace ya cinco años en el corazón de Triana. Historiador del arte, junto a él se halla Paula Felizón, antropóloga, ceramista y la otra mitad del alma de 'Barro Azul', un espacio-taller que busca descubrir, a todo aquel con un poco de curiosidad, la historia de la cerámica local, y de paso, convertirle en ceramista por un día.
“La de aquí de Sevilla fue muy importante sobre todo en los siglos XVI y XVII porque se produjo cerámica sin cesar que llegó a muchísimos lugares del mundo” comenta Antonio. ¿Y por qué?, nos preguntamos. Pues “porque Sevilla era Puerto de Indias, y desde aquí zarpaban barcos que llegaban a los lugares más recónditos del planeta”. Ese boom económico atrajo a artistas internacionales. Artesanos que enriquecieron enormemente la producción hispalense como el ceramista y azulejero italiano Francesco Niculoso Pisano, que introdujo técnicas revolucionarias como la de los azulejos planos polícromos.
Hoy, en pleno siglo XXI, en 'Barro Azul' los alumnos, locales y extranjeros, descubren todo este universo artístico mientras aprenden a usar el torno o a decorar azulejos a la antigua usanza. “El turista hacía la visita al Museo de la Cerámica de Triana y después se quedaba con ganas de ver talleres funcionando. Dijimos: ¿y por qué no damos un paso más?”, cuenta Paula mientras se dispone, entre estanterías repletas de objetos, plantillas, barros y pinturas, a relatar a sus alumnas algunas nociones básicas sobre el tema. Curiosidades como la diferencia entre los dos tipos de arcilla a los que se accedía en Sevilla: el alagartao —de tono verdoso, parecido a un lagarto— y el azul. “Dependiendo de si eran piezas más delicadas o menos, elegían cómo mezclar ambos”.
Antes de pasar a la práctica, se detiene también en una de las técnicas tradicionales usadas siglos atrás: la cuerda seca, de época islámica, consistía en utilizar óxido de manganeso para repeler el líquido de la pintura y hacer así figuras geométricas con una exactitud abrumadora. De esta forma, al introducir las figuras en los hornos, los colores no llegaban a mezclarse.
Pasada aquella época de gloria, la cerámica artística de Triana decayó de manera drástica y se continuó produciendo, básicamente, contenedores para cargar los barcos que iban a América con cereales, aceite y vino. No estaba todo perdido: el arte de Triana seguía latiendo, solo que más bajito.
Cerca de la Plaza del Altozano se halla la entrada al Centro Cerámica Triana, un centro de interpretación dedicado a recuperar e ilustrar su historia. Lo primero que deslumbra al atravesar sus puertas es el patio, con cuyo diseño el estudio de AF6 Arquitectos quiso hacer un guiño a las figuras que decoran los bajos del mismísimo Puente de Triana. Inaugurado en 2014, ocupa la antigua fábrica de Santa Ana, uno de los últimos reductos del universo cerámico en Sevilla.
Pero fue esta solo una de las muchas factorías que se desarrollaron en el barrio al amparo de la Exposición Iberoamericana del 29, cuando el impulso del regionalismo andaluz provocó la necesidad de producir piezas sin fin y la cerámica trianera resurgió: 'Ramos Rejano', 'Mensaque' o 'Montalván' fueron otras de ellas.
“Lo que se hizo en el Renacimiento lo utilizó luego José Gestoso, que es un teórico sevillano del siglo XIX, para formar a los primeros pintores regionalistas”, nos cuenta Juan Carlos García, historiador y empleado del centro. “Las hojas de acanto, los ángeles e incluso los fondos amarillos provocaron una explosión de luz y color a la hispalense que sigue siendo hoy uno de los motivos por los que el turismo cae rendido ante Sevilla”. ¿Un ejemplo? Los pabellones construidos para el gran evento o la Plaza de España, de Aníbal González. Poco más que añadir.
Hay que recorrer las dos plantas del museo, pasear entre sus antiguos hornos de cocción —algunos recuperados de la época medieval— y espacios de trabajo, empaparse de historia, echar un vistazo a las piedras en las que se molían los minerales para dar color y a las salas expositivas donde lucen piezas desde la etapa medieval a la industrial. Al final de la visita, puede que tanto aprendizaje haya dado hambre, pero hasta este arte, el culinario, lo domina también la cerámica trianera.
Para ir abriendo boca no está de más charlar con un maestro de la cocina que conoce muy de cerca los orígenes trianeros. Manuel Llerena, arquitecto de profesión, decidió colgar el Autocad en 2018 y dedicarse en cuerpo y alma a la gastronomía. Reformó un edificio a los pies del Guadalquivir, en el Paseo de la O, y montó su particular templo culinario: 'De la Ó'.
Pero resultó que unos meses antes de abrir sus puertas, el chef le regaló a su mujer un curso de cerámica. Tan bien se le dio, que poco dudaron en instalar un horno de baja temperatura en las entrañas del restaurante: sin casi ser conscientes, y como gran homenaje a la historia de su barrio, se encontraron cociendo su propia vajilla. “Piensa que nosotros estamos en el meandro de Chapina, donde antiguamente se desbordaba el Guadalquivir, al lado de la calle Alfarería. Cuando hicimos este sótano y empezamos a excavar, aquí no dejaban de aparecer restos cerámicos de todos los alfares que había”, relata el cocinero.
Hoy, cada remesa de platos y utensilios está pensada al detalle, aunque reconoce que, con hornos de por medio, es difícil saber cuál será el resultado final. “El hecho de que todos los platos no sean iguales, incluso tengan deformaciones, le da un punto artesanal y también la gente valora eso. Siempre nos preguntan, ¿dónde lo habéis comprado? Lo maravilloso es que puedes diseñar un plato gastronómico al mismo tiempo que estás pensando en la base”.
'De la Ó' se presenta como una extensión de la propia ribera del Guadalquivir, que abraza a los comensales tanto en su acogedora terraza como en el interior, donde un jardín vertical se encarga de aportar verde y frescor al ambiente. De diseño vanguardista y estiloso, un ventanal abierto muestra una cocina donde el chef se desenvuelve como pez en el agua, junto a su equipo, entre fogones. De su carta, que muta varias veces al año y que apuesta por producto local de temporada, no hay que perderse su milhojas de carrillera con curry rojo ni el bocata de ortiguillas de Cádiz con pan negro, huevas de tobiko y algas. Su postre estrella, "La O con un canuto", un bizcocho de almendra con helado de pestiño y crema de amareto que está para chuparse los dedos.
El paseo es un arte en el que conviene recrearse en Triana, sobre todo si se está atento a los detalles: son ellos los que mejor cuentan su historia. En la calle Alfarería se alzan las paredes de lo que en su día fue 'Montalván', la más importante de las fábricas de cerámica que tuvo el barrio y la última en cerrar sus puertas. Un lugar icónico hoy transformado en restaurante y hotel boutique, el 'Hotel Triana Montalván': uno de esos place to be que no hay que perderse en Sevilla.
“Todo lo que ves se conserva tal cual, y lo que no, se ha restaurado, pero manteniendo y respetando siempre el origen”, comenta Ricardo García, director del hotel, mientras camina junto a la bodega. “Cuando se adquirió la fábrica se compró con todo lo que había dentro y esto incluyó miles y miles de piezas de cerámica. Todos los revestimientos que hay en el restaurante, en los patios, en las habitaciones… absolutamente todo estaba aquí”. Piezas que se respetaron durante la restauración y reforma del edificio, catalogado como patrimonio histórico y protegido. Su obra se alargó durante cinco años en los que se trabajó duro para conservar sus principales elementos, empezando por sus antiguos hornos.
La que un día fue tienda y casa de la familia Montalván acoge ahora el restaurante, que presume de deslumbrantes paredes y de artesonado, todo original de la época. En su carta, “una cocina que es tradicional trianera, sevillana y andaluza, en la que se le da prioridad a la calidad del producto, siempre intentando darle un toque moderno y personal”, asegura Ricardo. Son un éxito propuestas como la ensaladilla rusa con polvo de mojama, los buñuelos de bacalao a la miel o el foie de pato.
Aunque el hotel se halla cerrado actualmente a la espera de reabrir a comienzos de 2022, en sus singulares patios se han desplegado mesas y sillas transformándolos, estos meses, en un elegante comedor al aire libre aprovechado por el restaurante. Una manera única de comerse y sentir Triana, su historia y su cerámica, rodeados de magia. La que continúa defendiendo su verdadera esencia.