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La nueva puerta de acceso al museo es perfecta para ambientar la expedición mental: imita las cuadernas de un barco en construcción. Es prácticamente la única incorporación tras la reapertura. De hecho, la exposición ahora es mucho más escueta. Y gracias. La vieja pedía a gritos un poco de orden y narrativa, y es precisamente lo que han introducido, dejando la colección en un segundo plano para ponerla al servicio de la historia que hay por contar. Una historia de empresas fascinantes y peligrosas, tanto o más inciertas que las que se emprendieron al espacio el siglo pasado; quizá por eso nos saluda un pedazo de roca lunar que la NASA regaló al museo.
En el viaje nos acompaña el coronel José Cánovas, que después de haber dado dos vueltas al mundo en el Juan Sebastián Elcano y de haber participado en misiones en Irak o los Balcanes, ahora se ocupa de investigar, conservar y divulgar el patrimonio de la Armada desde el Instituto de Historia y Cultura Naval. Nos explica que, con la nueva exposición, han querido distanciarse un poco de los museos de arte: "A veces un capitán está en un museo solo porque pudo pagar a un buen retratista, pero nosotros queremos mostrar a los que verdaderamente hicieron las cosas bien en el mar". Iza velas y nos lleva por la historia de la navegación.
Empezamos el viaje remontando el Guadalquivir en plena Reconquista. A las puertas de Sevilla no podemos avanzar. Nos lo impiden unas barcazas amarradas a una cadena que protegen la ciudad a la altura de la Torre del Oro. El primer almirante de la Marina de Castilla refuerza la proa de dos de sus embarcaciones, espera a que la marea y los vientos sean perfectos, embiste las barcazas, rompe la cadena y e inicia el asalto final a la ciudad, apuntándose una victoria inmejorable para su Armada recién formada. Casi a la vez, marinos al servicio de la Corona de Aragón, vencen en puertos de Nápoles o Calabria, y siembran el pánico en los Balcanes; aún hoy, en lugares como Albania, el katalan es algo así como hombre del saco con el que se asusta a los niños. Unir ambos ejércitos fue algo así como fichar a Messi y a Ronaldo.
América queda lejos y el viaje aún es demasiado peligroso, así que dejamos que sea Colón el que asuma los riesgos y nos quedamos en Cádiz haciendo acopio de diarios, informes y notas de los exploradores. Entre tanto vamos a Lisboa en misión de espionaje para saber cómo iban los portugueses en su intento de bordear África. Y así podemos dibujar el primer mapamundi de la historia en el que aparece América como un continente independiente.
El resultado es la carta universal de Juan de la Cosa, la joya indiscutible del museo. Un juego de mesa para los más pequeños, donde buscar las siete diferencias o localizar a los Reyes Magos en Oriente. Y un rompecabezas para mayores, donde tratar de comprender el reto que supuso trazar la aparentemente sencilla línea que, a 370 leguas al oeste de Cabo Verde, debía dividir el mundo entre las coronas de España y Portugal.
Aunque tuvo mucho valor inicial, en las siguientes décadas el mapamundi quedó obsoleto y se le perdió la pista. Apareció tres siglos después en una tienda de antigüedades de la capital francesa. La leyenda cuenta que ni siquiera estaba a la venta, sino que el comerciante lo utilizaba como envoltorio. Aparentemente el hábil barón de Walckenaer lo compró en 1832 y así pasó por las manos del mismísimo Alexander von Humboldt, que fue el primero en reproducirlo en su atlas geográfico. El Museo Naval pudo incorporarlo a su recién creada colección en 1853 gracias a una subasta.
La carta de Juan de la Cosa es la prueba que falta para que los Reyes Católicos sigan enviando expediciones en busca del dichoso paso del Atlántico al Pacífico. Una vez que Magallanes y Elcano nos confirman que la tierra es redonda, la línea que repartía el mundo entre España y Portugal pierde el sentido y comienza la carrera por hacerse con el control de las Molucas. ¿Pero cómo volver de las islas evitando bordear las costas prohibidas de África?
Tenemos que esperar más de 40 años y embarcarnos junto a uno de los tapados de la historia naval española, Andrés de Urdaneta, para descubrir la ruta de vuelta desde Filipinas a Nueva España, bordeando las costas de Japón. Aquello supuso el inicio del llamado Galeón de Manila, una de las rutas comerciales más largas de la historia que, un par de veces al año, llevaba porcelanas chinas a América y platas americanas a China. "Al Pacífico lo llamaban el lago español. Desde 1565 hasta 1815, durante 250 años, fuimos los únicos en navegarlo", cuenta el coronel Cánovas.
Igual que el primer ferrocarril que recorrió suelo español fue el de La Habana, algunos de los mejores buques de la Armada se botaron en los astilleros de la capital cubana. Fue durante el siglo XVIII, cuando las aportaciones del irrepetible Jorge Juan dotaron a la Armada de instrumentos de navegación precisa y de procesos de construcción sofisticados.
Pero quizá sea mejor no embarcarse en uno de estos, porque muchos acabaron hundidos, en los albores del XIX, cerca de las costas de Cádiz, a manos de los ingleses. Nos lo recuerda el modelo de Nuestra Señora de las Mercedes. Hoy es casi más famosa por el litigio que provocó entre Estados Unidos y España cuando la empresa de "cazatesoros" Odyssey la encontró en 2007, pero su hundimiento allá por 1804 tuvo consecuencias mucho más funestas: el final de los acuerdos de paz entre España e Inglaterra y la consecuente batalla de Trafalgar.
Por eso, si hay que elegir embarcarse en esta época, mejor lo haremos en la expedición de Malaspina, que surcó el Pacífico durante cinco años haciendo trabajos de investigación de incalculable valor para la geografía o la historia natural, y navegó toda la costa occidental de América de sur a norte, hasta conseguir acreditar, casi tres siglos después de que se navegara el estrecho de Magallanes, que no había un paso posible en América del Norte.
El último viaje es a tierra firme, de vuelta al Cuartel General de la Armada. A la sombra de vecinos tan ilustres como el Palacio de Correos o el Banco de España, suele pasar desapercibido, pero merece la pena detenerse en sus relieves neogóticos, las vidrieras de Maumejean y, sobre todo, la escalinata de mármol de Carrara, que pone la guinda a uno de los edificios más exóticos de Madrid. Además, el cuartel esconde dos paraísos para investigadores y fetichistas de los libros antiguos.
El Archivo del Museo Naval, por ejemplo, acaba de restaurar los Libros Generales de las Galeras, que trazan una historia de España a través de los trabajos forzados entre 1624 y 1748. Por su parte, en la Biblioteca Central de la Marina podemos seguir emulando expediciones como la de Malaspina a través de volúmenes tan deliciosos como el Atlas Maior de Blaeu, de 1662, el Hortus Malabaricus, un tratado de botánica de 1678, o una primera edición impoluta de la Enciclopedia francesa.
Y para despedir a los héroes de esta historia os proponemos un reto: encontrar sus bustos en las torres de la fachada del Palacio de Correos.