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Buscar sus huellas por los salones de Liria es otra forma de ver una de las mejores colecciones de arte de Europa –pintura, arquitectura, escultura, tapicerías, muebles– en manos de una familia. A menudo, los detalles femeninos lo dicen todo. O casi todo. En el zaguán, el impacto del mosaico que recuerda los dos inicios del edificio, 1773 - 1953, no debe distraer la mirada del busto de la emperatriz Eugenia de Montijo y su marido, Napoleón III.
Son obra de Alexandre Víctor Lequien y este es solo el aperitivo de la enorme presencia que la última emperatriz de los franceses tiene en la Casa de Alba. En 1953, la reconstrucción fue encargada por Jacobo Fitz-James Stuart, XVII duque de Alba, quien decidió levantar el palacio tras la destrucción, en 1936, por las bombas incendiarias de la aviación nazi, la Legión Condor, aliada de Franco. La decoración y detalles finales los remataron su hija Cayetana y Luis Martínez de Irujo, el padre del actual XIX duque de Alba, Carlos Fitz-James Stuart, y primer marido de la última duquesa.
Jacobo de Alba, el abuelo del actual duque Carlos, pidió ayuda a su amigo, el arquitecto británico Edwin Lutyens, para diseñar la recuperación del palacio; pero allá donde se pudiera, las salas y los lugares rematados por Ventura Rodríguez, debían reproducirse como en sus inicios. Fue otro Jacobo, este Fitz-James Stuart y Colón de Portugal, III duque de Berwick, quien lo comenzó en 1753 con un arquitecto que fue sustituido por el conocido Ventura Rodríguez. Dejando atrás la hermosa escalera diseñada por Lutyens, la primera presencia femenina, de importante calado histórico, tiene lugar en un espacio muy masculino, el Salón Estuardo o Antesala.
Ahí donde el visitante descubre un busto de Jimmy Alba, este XVII duque, padre de Cayetana, estuvo la silla que hizo de trono para la reina Victoria Eugenia, esposa de Alfonso XIII, en su primera visita a España desde el exilio. El rey y Jimmy bromeaban con su gran parecido físico. Y hasta en estos dos bustos, que se miran de frente gracias a las manos del escultor Mariano Benlliure, se aprecia el parecido. Algunas fotos de los años 20, con los dos trajeados para cazar o para jugar al polo, son asombrosas por la similitud de las figuras flacas, altas y de rasgos enjutos.
La reina Ena, madrina de Cayetana de Alba, adorada por la duquesa –"era una persona más de mi familia, la amiga de mi padre, mi madrina, la persona que siempre me había cuidado, sobre todo durante aquellos terribles días en los que papá agonizaba en Lausana", recuerda en sus memorias– volvió a Madrid en 1968 para el bautizo del hoy rey Felipe VI. Aunque el régimen de Franco no quería hacer ruido con la visita, Cayetana y Luis Martínez de Irujo –el padre del actual duque Carlos y primer marido de la duquesa–, jefe de la Casa Real tras la muerte de su suegro, decidieron hacer correr la noticia. Miles de personas hicieron cola para el besamanos de la bisabuela de Felipe VI, regresada del exilio tras 37 años.
Fue la última vez que pisó España. Moriría un año después en Lausana. Allí estaba Luis Martínez de Irujo, como jefe de la Casa Real, duque de Alba consorte y persona de la familia, cumpliendo siempre con el legado de su suegro. En las fotos de aquel besamanos, se ve el maravilloso tapiz de la Casa de Alba, el más antiguo de la colección, documentado ya en 1485. Y a la duquesa Cayetana, siempre pendiente de su madrina.
En la entrada de este salón, entre tanta belleza de las escuelas de Flandes y Holanda, el retrato de Rubens de Carlos V e Isabel de Portugal roba la mirada. La emperatriz, el gran amor de Carlos V –nunca se volvió a casar– murió a los 35 años, pero dicen las crónicas que tuvo tiempo de gobernar sin que le temblara el pulso, cuando el emperador estaba de viaje, en larguísimos viajes.
Rubens realizó el retrato, en una copia libre, tratando de cubrir el hueco dejado por un cuadro anterior de Tiziano, que ardió en el incendio del Alcázar, "el anterior Palacio Real", como recuerda Álvaro Romero Sánchez-Arjona, el director cultural de la Casa de Alba. "Antes, los retratos de los reyes se hacían por separado, pero aquí el emperador pidió a Tiziano que los pintara juntos. Luego Rubens también se inspiró en otros retratos de la emperatriz para realizar este", explica Romero. La diferencia de edad entre un emperador ya mayor y la juventud de la bella Isabel es notoria, en cuanto uno observa el cuadro de cerca.
No hay mucho hueco para el alma femenina en el salón del number one de los Alba. One no por ser el primero, sino el famoso, el de terrible memoria, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, III duque de Alba, fiel sirviente de Carlos V y Felipe II, cuyo nombre pone los pelos de punta a belgas y holandeses. En la misma sala hay un cuadro, El Duque de Alba, encadenando a los Países Bajos, donde se ven varias mujeres con las cadenas al cuello. De lo más curioso, la estatua caricaturesca con el gran duque matando a la hidra de tres cabezas, los enemigos de España: el elector de Sajonia, Isabel de Inglaterra y el papa Pablo IV.
La muerte de María Teresa de Silva y Alvárez de Toledo, la XIII duquesa de Alba –sí, la del retrato de Goya– en 1802 sin descendencia, dio entrada en la Casa al apellido Fitz-James Stuart, a través del duque de Berwick –descendientes bastardos del rey Jacobo II de Inglaterra y antes, de María Estuardo y con Arabella Churchill de por medio–. La duquesa Cayetana adoraba la figura de esta mujer independiente y que, como ella, se ponía "el mundo por montera", como siempre recordaba. O mejor, la Corte por montera. La última duquesa era consciente de que tras ella, había llegado toda una mezcla glamurosa de apellidos. De ella heredó el título Carlos Miguel, VII duque de Berwick. Lo que podía haber sido un desastre fue una buenaventura en el terreno cultural, puesto que este Fitz-James Stuart –que sustituye a los Álvarez de Toledo y Silva en primer apellido– era culto, un enamorado de las artes y adquirió verdaderas joyas para la casa.
Entre ellas, la Venus y Marte de la pintora bolonesa Lavinia Fontana, una de las pocas mujeres reconocidas por su obra en vida. Lavinia nació en el momento oportuno en Bolonia, a principios del siglo XVI, en plena efervescencia cultural de la ciudad, y su padre, el pintor Prospero Fontana, la integró en su taller sin ocultar el talento de la hija. "Seguidora de Sofonisba Anguisola –recuerda el director cultural de Liria–, el cuadro va a salir pronto a una exposición del Museo del Prado sobre las dos pintoras". Concretamente, desde el 22 de octubre hasta febrero de 2020. En este salón también está la Infanta Margarita, de Velázquez.
Si hay un salón que reúna a las últimas mujeres de la Casa de Alba, las del siglo XX, ese es el salón de los Zuloaga. Presiden la sala los tres retratos realizados por Ignacio Zuloaga: el de Jacobo, XVII duque de Alba; el de su mujer, Rosario Silva y Guturbay –la malograda madre de Cayetana– y el de la hija de ambos, Cayetana Fitz-James Stuart, XVIII duquesa de Alba.
Es también una sala única para atisbar la personalidad, desconocida e interesante, de Don Jacobo, nombre mítico para los antiguos empleados que aún le recuerdan, Jimmy Alba entre la nobleza europea de mitad del siglo XX. El abuelo del actual duque Carlos era amigo de intelectuales importantes de la primera mitad de siglo, como Keynes, Howard Carter o Lutyens, a los que, entre otros, trajo a dar conferencias en la Residencia de Estudiantes. Entrando a la izquierda, frente al retrato de Rosario Silva, hay un escritorio que llegó a la casa con la herencia de Eugenia de Montijo para sus sobrinos nietos, los hijos de su querida hermana Paca de Alba.
Cuando el duque de Alba regresó de Londres tras la Guerra Civil, dimitiendo de embajador, en una de las tensas visitas a Franco subrayó al general que el escritorio que estaba utilizando no era de él. "General, este escritorio es mío", contaba siempre su hija Cayetana que le dijo su padre a Franco. No lo podía abrir porque las llaves las tenía el duque. "Mañana mandaré a que lo recojan", le anunció, antes de dejar la sala, según contaba la duquesa. Y el escritorio ahí está, en Liria, lleno de recuerdos personales del duque Jacobo y de su hija. En breve saldrá una biografía de él, autorizada por el actual duque.
Detrás de la puerta de entrada al salón Zuloaga, se esconde un Raimundo Madrazo, el retrato de Rosario Falcó y Osorio, académica de la Historia, madre del duque Jacobo, abuela de Cayetana y una mujer culta –mucho para la época– que fue importante en la vida de la última duquesa de Alba, al quedarse huérfana muy temprano. Seguramente, el personaje femenino de la Casa de Alba con mayor proyección intelectual. Ella comenzó la organización del archivo; sacó a la luz la correspondencia del XII duque con Rousseau y la correspondencia autógrafa de Colón, que ponía de manifiesto lo mal que lo pasó el descubridor con sus finanzas.
Todo es hermoso en el Salón Italiano, pero el deslumbramiento de La última cena de Tiziano (una versión más pequeña que la que hay en El Escorial) y el retrato del duque de Mantua no pueden impedirnos dirigir la mirada hacia las dos obras de Elisabetta Sirani, La Virgen y El Arcángel, que flanquean a un inacabado de un discípulo de Leonardo, como señala Álvaro, el director cultural de la Casa de Alba. En esta sala, el duque Carlos Miguel, el hombre que trajo el ducado de Berwick y el apellido Fitz-James a la casa, se luce con las adquisiciones que hizo a inicios del siglo XIX.
Arriba, el Salón Goya con la duquesa Teresa Cayetana en la actualidad y abajo, el mismo salón a principios del siglo XX, antes del bombardeo. El duque Jacobo de Alba, el amigo de Alfonso XIII y de la reina Victoria Eugenia (se llegó a rumorear una boda de los dos viudos y grandes amigos), jefe de la Casa Real, se empeñó en reconstruir el palacio como era antes del incendio, allí donde fuera posible.
En el Salón Goya está la joya de la corona de la Casa de Alba, el retrato de la XIII duquesa de Alba, María Teresa Cayetana. Aunque la última Cayetana, la XVII, casi le borrara el nombre de Teresa en su afán por encontrar parecidos entre ella y la dama del perrito.
Nada más entrar, de frente, el retrato famoso de Goya de esta dama a quien no le importaban las habladurías, discutía por su protagonismo en la Corte, frente a la reina María Luisa (la de Carlos IV). Ahora tiene por delante un escritorio donde se recogen una mínima parte de las cajitas –pastilleros o cajitas de rapé– que Cayetana, la otra duquesa con que rivaliza en fama, coleccionó durante toda su vida.
Pero una vez visto el retrato de la duquesa María Teresa, merece la pena volverse con cuidado y mimo hacia el de enfrente, también de Goya pero menos conocido. Se trata del retrato de Doña María Gabriela Palafox Portocarrero, marquesa de Lazán, tía de la emperatriz Eugenia de Montijo. O para muchos literatos e historiadores, la cuñada de doña Manuela Kirkpatrick, madre de Eugenia de Montijo y de Paca de Alba. La popularmente conocida como Doña Manuela, que hizo de Eugenia emperatriz de los franceses y de Paca, duquesa de Alba, según el cuplé de Concha Piquer:
"Pero mi señora María Manuela / que en los casamientos tiene mucha escuela / les dice a los majos con mucho primor / mientras abre y cierra su abanico malva: 'Paca ha de llamarse Duquesa de Alba, y Eugenia, señora de un emperador".
De vuelta al retrato de la duquesa de Goya, el visitante no olvide que, como bien se encargó de demostrar Cayetana de Alba, la dama del perrito no estuvo ennoviada con el pintor aragonés; aunque sí que lo tuvo claro con Godoy, el valido del rey a quien regaló la Venus del Espejo de Velázquez, algo que dudosamente han perdonado ninguno de sus descendientes, salvo la última duquesa de Alba, que lo entendía como un acto de amor. Con el cambio de apellido, los Alba también perdieron La Madonna de la Casa de Alba de Rafael y La Educación de Cupido de Correggio.
Aunque los hijos de Tanuca –así la llamaba su padre, el duque de Jacobo– o Tana –sus maridos– han repartido algunos objetos personales de la duquesa, la presencia de ésta sigue soplando por cada esquina de Liria. Sobre todo, en las abigarradas mesas en las que colocaba fotografías, cajitas o pequeñas cerámicas y que la servidumbre limpiaba con mimo e intentaba colocar exactamente igual que ella las había dejado. Bastaba uno de sus paseos por los salones, una mañana cualquiera, para descubrir que una foto o un pastillero estaban torcidos o cambiados de lugar. Era una maniática del orden, como siempre recuerdan quienes fueron sus fieles trabajadores: Emilio, Ángel, Lola o Ana Mari (las hermanas Morali).
Pasando del Comedor –con maravillosos Gobelinos y restaurado tal y como estuvo antes del bombardeo– al Salón de los Amores Perdidos, merece la pena observar la cómoda estilo Luis XVI de Jean-Han Riesner, quizá el mejor ebanista y diseñador del siglo XVIII, como recuerda Álvaro Romero, y las porcelanas de Meissen, la mayoría llegadas con la herencia de Eugenia de Montijo. Entre el mobiliario de este salón hay dos gueridón (mesas veladores de centro, casi siempre redondas) hermosísimas en su diseño de flores; pero también hay otra curiosa. Se trata de la que representa a Luis XVI, el del estilo ampuloso, rodeado de sus ocho esposas. Esta es la "presencia femenina" más pesada de este salón.
Todo en este enorme salón de baile recuerda al frustrado Segundo Imperio, a la hermosa granadina Eugenia de Montijo y su marido, Napoleón III. Pero sobre todo destacan los dos retratos de Paca de Alba, la hermana de Eugenia e hija de Manuela Kirkpatrick, que recordemos llegó a duquesa con los esfuerzos de su madre y el enfado de su hermana, que había coqueteado con quien luego sería su cuñado.
Paca, como la conocía toda la alta sociedad, enfermó y murió joven, de ahí que la emperatriz se dedicara a sus sobrinos –los llevó también a París– con enorme cariño, al tener ella un único hijo, luego también malogrado. Y en este salón están los dos retratos de Winterhalter –el pintor del XIX que retrató a casi todas las reinas europeas, como la emperatriz Sissi– sobre Paca de Alba, encargados por su hermana. En uno, la duquesa está llena de vida, en el otro –realizado tras su muerte– ya está rodeada del halo pálido y evanescente de la muerte.
Quizá el sufrimiento la hizo vivir más. La emperatriz de Francia nacida en Granada, Eugenia de Montijo, murió en Liria a los 94 años, cuando visitaba a su sobrino nieto Jacobo. Ya no tenía a nadie; ni imperio, ni emperador –Napoleón III murió al poco de ser desterrados a Inglaterra– ni lo que es peor, a su único hijo, que murió de forma rocambolesca, acabándose así la estirpe de los Bonaparte.
La emperatriz, que durante su reinado nunca disfrutó del favor de los franceses –"la española" derrochaba demasiado en ropas, lujos, glamour– intervino demasiadas veces en el gobierno de su marido. Sola, viajera empedernida, millonaria, sus últimos años los repartió entre Inglaterra –donde era protegida por la reina Victoria, se querían– y Biarritz, amén de los cuidados a sus sobrinos tras la muerte de Paca de Alba. El Salón de Baile es una recopilación del estilo que ella impuso en el II Imperio. Pero esa es otra historia.
La biblioteca, renacida de las cenizas –como el resto del palacio– "gracias a la tenacidad y al sentido del deber de mi abuelo y mis padres", sí ha sido modificada ligeramente en su distribución con el nuevo duque. Allí se han trasladado la Biblia de los Alba, el único mapa conocido de Colón, etcétera. Pero si nos ajustamos al hilo de esta historia, hay dos objetos importantes vinculados a las mujeres. El primero, el testamento de Fernando el Católico, donde reconoce la incapacidad de su hija Juana la Loca para gobernar; y un libro de horas bellísimo, de los que utilizaban damas y monjas.
Luis Martínez de Irujo, el primer marido de Cayetana de Alba, padre de sus hijos y yerno querido de Jacobo Fitz-James Stuart, es una figura desdibujada en los últimos años de la Casa de Alba ante la arrolladora personalidad de Tana de Alba, como la llamaban los amigos. El heredero de la Casa, su hijo Carlos, que ya adulto acompañó a su padre en sus últimas horas de vida en Estados Unidos, parece estar dispuesto a hacerle justicia. Pronto saldrá una biografía, recuperando su papel como jefe de la Casa Real, a la muerte de su suegro; además de su silencioso trabajo en las obras de Liria, el ordenamiento de documentos y cuentas, y la recuperación de la historia de la Casa.
La casa ha decidido mirar al futuro y el actual duque reconoce sin ambages la necesidad de ingresos para mantener el enorme patrimionio. Esto le ha llevado a dar la bienvenida a "mi casa, el Palacio de Liria". Además de la apertura a las visitas, se ha creado también una tienda en la entrada.
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