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El mar, la montaña, el verde, la sal, el gris de las nubes… todo ello nos acompaña en una ruta para la que buscamos canciones en las que se sienta la Naturaleza, melodías llenas de don redentor, composiciones que nos hablen de lo que fuimos y lo que somos.
Una carretera secundaria o, al menos, alejada de las grandes rutas certificadas como autopistas, tiene el poder evocador del viaje, de la aventura, de la inevitable atracción de los horizontes abiertos. Y nos lleva a casa, porque "casa" es allá donde sentimos que está nuestro hogar. El cantante de country John Denver lo explicó de manera insuperable en el mayor éxito de su carrera, allá por 1971.
Partimos en nuestra ruta de Cantabria y desde allí comienza a sonar uno de sus grupos más longevos, recordados y respetados en el mundo del pop y el rock, Los DelTonos del bueno de Hendrik Röver. Que canta aquí, a lomos de una versión de Los Marañones para sus grabaciones de creaciones ajenas Sixpack, a ese extranjero en que nos convertimos cuando vemos el paisaje con ojos nuevos, aprovechando la leyenda del holandés errante.
Si buscamos la nostalgia cantábrica o atlántica a la que a uno le traslada el casi perenne cielo gris que encapota Cantabria y Asturias, es el León de Belfast, Van Morrison, quien acude raudo a nuestra memoria. Cualquiera de sus temas nos pondría a tono, pero escogemos uno de su disco de 1991, de maravilloso y rumiante título, Hymns to the silence, y que pareciera referirse a las casas de indianos en medio de los eternos prados verdes.
"Ojalá fuera un pescador…" comienza cantando Mike Scott en la primera canción de uno de esos discos capaces de unirse para siempre a la estampa del prado verde frente al mar, mientras un pequeño pesquero zarpa del puerto hacia una de sus duras jornadas. Los Waterboys crearon en su cuarto disco una obra que, 30 años después, continúa brillando con el mismo fulgor que la primera vez.
Para muchos de sus seguidores es La playa, si no la canción más bonita del mundo, como canta su estribillo, sí una de las más memorables de sus ídolos, incluida en su segundo disco, El viaje de Copperpot. Y aunque uno no pueda dejar escapar aquella postal de las arenas de su donostiarra ciudad natal, también sabe que algunas playas conocen mucho más de nuestras vidas que muchas personas.
Nuestra ruta nos hace sentirnos en ocasiones caminando por lugares prehistóricos donde nuestros primeros antepasados convivían bajo el manto protector, y a la vez amenazante, de la propia naturaleza. Y nos imaginamos escuchando y bailando ritmos añejos, como los que nos acercaban los californianos Redbone, banda que mezclaba herencias shoshonas, yaquis, mejicanas y los sabores propios de Nueva Orleans en sus componentes.
Es el sabor ensoñador de las olas crecientes a medida que la marea va subiendo, de nuestros pies descalzos paseando sobre la arena de las playas, del sabor a salitre impregnado en cada bocanada de aire, a lo que cantan McEnroe. Como casi siempre en ellos, haciendo de la descripción costumbrista todo un tratado, en esta delicia incluida en su disco Las orillas.
Continuamos nuestra ruta bajo cielos cubiertos de nubes y sentimos que no somos más que seres de clima húmedo, como los que habitan estas tierras. Y nos sentimos como canta Eddie Hinton, una de esas personas que supo que no importa el color de la piel para sentir y entender el soul, o más bien, que todos somos negros si lo llevamos en el corazón.
La ruta nos encajona entre el mar y las montañas y Xoel López nos canta a esos castillos que imaginamos en cada cerro. Lo hace en La gran montaña que incluyó, justo cuando dejó de ser Deluxe y pasó a llevar su nombre, en Atlántico, un disco capaz de devolvernos el espíritu de esos viajes de ida y vuelta con un océano de por medio.
Terminamos la ruta en cuevas que parecen puertas al pasado, y nos recogemos en las que canta la chilena Soledad Vélez. En ellas se refugió para un disco, Dance and Hunt (2016), en el que abandonaba su zona de confort y demostraba que su carrera podría encaminarse hacia cualquier sendero que ella considerara atractivo.