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Sant Antoni, Cala Gració, Punta Galera, Cala Saladeta y Santa Agnés

La costa noroeste de Ibiza por mar, tierra y aire

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Actualizado: 11/08/2019

Fotografía: Sergio Lara

La costa noroeste de Ibiza nos ofrece tres dimensiones según la perspectiva que elijamos para nuestro viaje. Desde el mar, mecidos por las olas, podremos sumergirnos en los fondos marinos y descubrir su amplia fauna y la extensa pradera de posidonia, única en el Mediterráneo. Por tierra, habrá que sacarle el máximo partido a las calas de arena fina y a las espectaculares panorámicas de sus miradores al borde de acantilados abruptos. Y desde el cielo, a vista de pájaro, observar la policromía de azules del mar que se funden con el verde de sus bosques de sabinas y pinares.

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A primera hora de la mañana, el paseo marítimo que discurre frente a la Playa de l'Arenal ya está repleto de runners, que se cruzan con aficionados estivales a esto de caminar rápido. Mientras, en la arena de la bahía, frente a un mar en calma que parece una piscina natural pintada con distintos tonos azules, los más madrugadores ya han plantado la sombrilla antes de acercarse a desayunar en las terrazas que se concentran en primera línea de Sant Antoni de Portmany.

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En el puerto de esta localidad al oeste de Ibiza, la más turística de la isla, espera Martín, patrón de 'Sunset Boats'. En su lancha MasterCraft, equipada con asientos de cuero, minibar y potente equipo de música, "salimos del mundanal ruido y masificación veraniega" que en estos meses reina en una bahía que los romanos bautizaron como Portus Magnus por sus dimensiones. Al fondo, tras cruzarnos con varios llaüts, yates y catamaranes que también salen a navegar, nos da los buenos días el islote de Sa Conillera (Conejera), con sus sabinas retorcidas y las singulares lagartijas "cachas" que la habitan, únicas en el mundo.

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Martín pone rumbo al norte y comienza a darle velocidad a la lancha, que puede alcanzar hasta los 35 nudos (50-60 km/h), ideal para realizar deportes náuticos como el wakesurf, gracias a las paredes de agua que va formando con el motor. Dejamos atrás la costa rocosa de Ses Variades, donde volveremos al atardecer, para llegar a Cala Gració, en cuya lengua de arena blanca, que se extiende 110 metros de anchura, toman el sol muchos turistas de la cercana Sant Antoni. Sus aguas tranquilas y cristalinas la hacen ideal para familias, que se resguardan del sol a la hora de la siesta en el bosque de sabinas y pinos del fondo. A ella se puede acceder de manera sencilla a pie, en coche o en bus.

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Caminando o nadando se puede llegar a su hermana pequeña, Cala Gracioneta, cuyas aguas turquesas serán la envidia de todos tus seguidores de Instagram. En el escaso tramo de arena fina de su playa coinciden jóvenes que vienen a exhibir bronceado y familias con niños de pelo pajizo y ojos mimetizados con el tono del mar. En Gracioneta está abierto un chiringuito del mismo nombre que trabaja las brasas, los arroces y el tapeo, amenizando las noches con música en directo, para compartir una cena bajo el reflejo de la luna sobre el Mediterráneo.

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Buceo en aguas turquesas entre varaderos

Volvemos a subirnos a la lancha y zigzagueamos la costa escarpada que se precipita frente a Cap Negret y el mítico 'Hostal La Torre', abierto desde los años 60 y que sigue atrayendo aún hoy a miles de turistas para disfrutar de un cóctel y chill out pinchado en vivo ante uno de los atardeceres más espectaculares. El mar nos conduce hasta Punta Galera, uno de los rincones más mágicos de la isla, con sus 150 metros de roca lisa donde se forman terrazas desde las que lanzarse al fondo cristalino y cuya privacidad fomenta la práctica del nudismo. Cuenta con una pequeña cueva natural, refugio de hippies, que levantaron una escultura de Buda a la que siguen llevando ofrendas.

Atravesado ese entrante, llegamos a Cala Salada y Cala Saladeta, un paraíso terrenal donde la arena fina y blanca es bañada por unas aguas de un intenso color turquesa, gracias a la posidonia, una planta endémica que en esta zona del Mediterráneo forma una extensa pradera –que se extiende hasta la vecina Formentera– y declarada Patrimonio de la Humanidad. Este rincón es ideal para pegarse un chapuzón y enfundarse las gafas de buceo para perseguir pequeños peces de colores, sargos, algún roncador –con sus aletas de tonos azules y marrones y enormes ojos–, las tortugas bobas o los caballitos de mar. Ambas calas están escoltadas, en sus laterales, por los tradicionales varaderos, casetas excavadas en la roca donde los pescadores resguardan sus barcas y preparan pequeñas brasas para dar cuenta de las capturas aún frescas

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Desde Cala Salada hasta la playa de S'Aigua Blanca se extiende la reserva de Es Amunts, con sus acantilados de piedra rojiza, cincelados por las olas y la brisa. En este tramo, el capitán Martín decide darle potencia a la velocidad de crucero y la embarcación empieza a dar botes. "Nos gusta personalizar los viajes para cada grupo de pasajeros. Algunos son más tranquilos, quieren darse un baño en alta mar, adentrarse en cuevas y túneles; otros buscan más adrenalina", comenta mientras encara el tramo final de este paseo marítimo.

La última parada, antes de regresar a tierra, son los islotes de Ses Margalides: el pequeño Picatxo, que apenas asoma en la superficie; y Foradada, con sus dos brazos de roca apuntando hacia la costa y un arco perfecto dibujado en su parte interior, por el que pueden atravesar la lancha y los kayak que van recorriendo la zona. Descendemos en la cercana orilla de grava y fondos esmeralda de la cala de Ses Balandres, resguardada por paredes de roca, rematadas en su parte baja por varaderos.

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Desde aquí se asciende, por un camino estrecho que marca una escalera de madera en zigzag –no apto para quien sufra de vértigo– hasta el mirador de Las Puertas del Cielo. Con este romántico nombre bautizaron en los años 60 la comunidad hippie a lo que los ibicencos llamaban Sa Penya Esbarrada, un lugar desde donde contemplar la fotogénica costa recortada que se desparrama hacia el norte de la isla y retratar la silueta flotante de Ses Margalides.

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Las tortillas de toda la vida de 'Can Cosmi'

El camino por tierra, de vuelta a Sant Antoni, arranca con un paseo entre los almendros –que en enero y febrero florecen, creando un pictórico manto blanco que atrae a turistas de medio mundo–, las vides, olivos, algarrobos, higueras y chumberas que crecen en las fértiles tierras que conducen hasta Santa Agnès de Corona.

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Al final de ese paseo, de aproximadamente 2 kilómetros, seguro que nos encontramos con Toni, el hijo de los propietarios del histórico 'Can Cosmi'. Es uno de los dos bares del pequeño pueblo de Santa Inés, junto a su sencilla iglesia, y llevan abiertos desde hace 70 años. "La fama de las tortillas se la ha llevado mi madre, María, aunque el que solía hacerlas era mi padre, José", confiesa Toni mientras se sirve un chupito de las hierbas ibicencas que preparan en esta casa.

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La tortilla siempre ha seguido la misma receta –y no se aceptan remilgos de quitar ingredientes–: pimientos verdes, rojos, tomate, cebolla y tres huevos frescos por comensal. "Mis padres tenían huerto y gallinas y comenzaron a prepararlas para los primeros visitantes que llegaban a una isla con poco desarrollo turístico. Ahora lo único que no tenemos son huevos propios para tantas tortillas". Y es que, como desvela Toni El Tortillas, en 'Can Cosmi' han llegado a gastar 560 huevos en cuatro horas durante el mes de febrero, en pleno florecimiento del almendro.

Con el hambre ya en el olvido, atravesamos en vehículo la llanura del Pla de Corona, con las curvas que va dibujando la carretera PM-812 para sortear las fincas de cultivos y las casas ubicadas en los márgenes pedregosos. Llegamos a tiempo al concurrido Passeig de Ponent, en Sant Antoni, para tomar una copa en la terraza de los míticos locales 'Café Mambo' o 'Café del Mar' y, animados por la música en vivo, malabaristas y faquires de fuego, contemplar cómo se esconde el sol y enciende el cielo y el mar con una arrebatadora luz anaranjada.

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