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Decenas de abrigos han sido encontrados en las montañas de a Comarca de Los Vélez, pero ninguno tiene tanta singularidad ni se conserva tan bien como el de la Cueva de los Letreros, en Vélez-Blanco, el lugar del que parte la leyenda del Indalo -el símbolo de la buena suerte- que proviene de la figura de un cazador de la Edad de Cobre. No es el único dibujo que se encuentra en esta cueva, pero sí fue el que más llamó la atención del aclamado pintor Jesús de Perceval en una visita que realizó en compañía de su amigo, el arqueólogo Juan Cuadrado Ruiz, descubierta a comienzos del pasado siglo por Federico Motos.
Perceval, impulsor precisamente del Movimiento Indaliano, residía largas temporadas en Mojácar, uno de los municipios costeros y turísticos por excelencia de Almería, y allí realizó muchos bocetos hasta dar con la imagen definitiva e internacionalmente conocida del Indalo, que se ha querido interpretar como un hombre que trata de alcanzar al sol.
Precisamente la escasez de horas de luz directa sobre el plano de falla del abrigo, en el que los prehistóricos dibujaron al cazador y otras realidades de la época, ha contribuido al buen mantenimiento de este bien declarado Patrimonio de la Humanidad hace más de 20 años. La visita a este escarpado lugar se permite por grupos reducidos y -¿cómo no?- con la inestimable ayuda de un guía. Maite es una de ellas y conoce la comarca como la palma de su mano. El lugar de encuentro es en el pueblo, en el Centro de Visitantes, y desde ahí hay que seguir a Maite en vehículo hasta el Maimón, la montaña con múltiples abrigos entre los que se encuentra la Cueva de los Letreros.
Los vehículos quedan a los pies de la montaña y comienza la subida en varios tramos de escaleras. Al superar el primero y aprovechando la existencia de una explanada, las palabras de la guía recrean la zona miles de años atrás y el visitante trata de imaginar, entre el bosque de pinos, a una familia cazando osos y ciervos sin despeinarse por la presencia de lobos y caballos salvajes. Al último oso de Vélez-Blanco se le dio caza en 1750 en la Sierra del Oso, bautizada así en su honor.
Además de la imaginación, Maite ofrece al visitante algo tangible. Lleva consigo un maletín repleto de réplicas exactas de utensilios que fueron hallados en la zona y que se encuentran, a buen recaudo, en museos. Ella muestra flechas, hoces, un buril, raspadores y cuchillos de sílex que han sido tallados por un particular de la vecina localidad de María.
La pieza que más llama la atención de los espectadores es el zumbador, un utensilio de sílex al que se le engancha una cuerda y se gira rápidamente para provocar un ruido, un zumbido, que servía como medio de comunicación entre los habitantes de las diferentes cuevas cuando existía cierta distancia. Se hacían una idea de lo lejos o cerca que estaban sus vecinos.
“Lo que más sorprende a la gente es cómo podían sobrevivir en esta zona con los recursos naturales de los que disponían, y les admira que las pinturas estén tan bien conservadas pese al tiempo transcurrido”, traslada Maite, y lo explica. La Cueva de los Letreros está orientada al amanecer y, por lo tanto, durante las horas más duras de sol, la cueva ya está en sombra. Además, desde allí se controlaba todo el valle, así que se cumplía un doble objetivo estratégico.
El siguiente tramo de escaleras lleva directamente a la cueva y los visitantes buscan acomodo en alguna roca para atender a las explicaciones. La zona protegida cuenta con una valla de hierro perimetral que se cierra al término de la visita para evitar los actos vandálicos que, por desgracia, se han producido.
Afortunadamente, el gran tesoro está intacto y ahí está la figura humana del cazador o arquero que da origen al Indalo, sujetando su arco con las piernas bien abiertas para guardar el equilibrio y esperar al momento idóneo para soltar la flecha y herir de muerte al animal. Junto a él, un árbol genealógico: triángulos que representan a personas; las de mayor tamaño son el padre y la madre, rodeados de pájaros, de otra familia y de animales amorfos con dos cabezas y otros de seis patas. “Podrían ser arañas o alacranes” estos últimos, pero es difícil saberlo porque la caliza de la roca se va filtrando y se ha precipitado sobre la pintura.
Los primeros visitantes de la cueva pensaron que vertiendo agua sobre las pinturas y limpiando con un trapo se vería mejor. La práctica no sólo no tuvo éxito en su momento, sino que está expresamente prohibida. Por suerte, los dibujos se calcaron sobre la roca y se exhiben en láminas al visitante para que aprecie con facilidad los dibujos representados en las rocas.
Otro que impresiona, y que es símbolo de Vélez-Blanco, es el brujo. Es una persona de trascendencia para la tribu y, al representarla, se hizo de gran tamaño. Celebraba rituales o reuniones y se vestía con piel de cabra y la cabeza del animal sobre su propia cabeza, en lo que parece un ritual asociado a un buen año de cosecha o de caza.
Las pinturas de la Cueva de los Letreros son de las más importantes de cuantas se encuentran en el Levante español por su riqueza, porque recrea muchas escenas de la vida cotidiana de los antiguos habitantes de la Comarca de Los Vélez en la Edad de Cobre.
La propia comarca cuenta con un numeroso conjunto de abrigos con pinturas rupestres que abarcan una larga secuencia, comprendida entre el lejano Paleolítico Superior de la Cueva de Ambrosio (año 17.000 a.C.) a la Cueva de los Letreros, pero esta tiene una enorme simbología asociada a ella. Además de lo descrito, los antepasados dibujaron un sol, una fuente, una cascada de agua y hasta una persona bañándose. “Normalmente, hay uno o dos dibujos, pero lo que tiene Letreros es espectacular”. Y ahí está esperando a ser visitada.