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Sobre la colina de piedra roja se dibujan viejas construcciones en las que predomina el ocre y el blanco, como si sus habitantes hubieran querido pintar un cuadro que se revela a medida que el visitante se acerca.
De cerca, las empedradas calles y fachadas simulan las marcas de la brocha y se van enroscando sobre el cerro que corona su castillo. Las estrechas y zigzagueantes vías revelan su pasado árabe, mientras que a las faldas, las líneas rectas nos hablan de su ampliación cristiana. Un camino en el que cada esquina parece encerrar un secreto y que invita a ser descubierto.
Vilafamés es un enclave lo suficientemente cercano al Mediterráneo como para gozar de su clima y lo bastante alejado como para evitar el turismo de masas. Veinticinco kilómetros y una sierra lo separan del mar y lo convierten en el contrapunto ideal a esos municipios costeros, ya sobreexplotados por los veraneantes que perviven al otro lado. Una parada tranquila en la ladera rojiza. Un laberinto de caminos por los que perderse.
A Vilafamés se le conoce como el pueblo de los artistas. Y su relación con ellos viene de lejos. De miles de años atrás. En el abrigo del castillo se encuentran restos de pinturas rupestres, motivos ocultados, dicen los historiadores, propios de los ritos fúnebres, que datan de la Edad de Bronce.
De más reciente construcción es el Palacio del Batlle, hoy Museo de Arte Contemporáneo, un espacio construido en el siglo XIV bajo los esquemas del gótico civil, que fuera en su tiempo sede del representante de la Orden de Montesa.
El museo, llamado "popular" con toda la intención, se debe al polifacético Vicente Aguilera Cerní, que se encaprichó de la villa castellonense. Crítico de arte, ensayista, académico, director de revistas como Arte vivo, su trayectoria da para llenar páginas. El experimento de Cerní no buscaba ser un almacén de cuadros ni un museo al estilo decimonónico. Quería algo más, algo vivo.
A finales de los sesenta puso en marcha la compra del palacio –"la casa gran" para los vecinos– y comenzó su ensayo artístico y sociológico. En 1970 el proyecto estaba en marcha y Cerní, cuyos paseos por el mundo le habían configurado una larga y provechosa agenda de contactos, invitó a sus contemporáneos a dotar al museo de entidad propia y nutrir sus paredes con las obras que consideraran, en un tiempo en el que "arte contemporáneo" era aún un término peligroso para los resquicios del régimen y para los propios artistas.
Joan Miró, Equipo Crónica, Josep Renau, Chillida o Genovés fueron los primeros en sumarse al plan de Cerní. Con el paso del tiempo, las rúbricas se fueron completando con muestras de la renovación artística valenciana de los años veinte que suponen las esculturas de Ricart Boix, Antonio 'Tonico' Ballester, con las corrientes constructivistas y expresionistas, o con fondos del Museo de la Resistencia Salvador Allende.
Hoy las 29 salas se quedan pequeñas entre las esculturas, pinturas y collages que han sido cedidas a la institución. Entre las más de 500 se reúnen las vanguardias del siglo XX, ejemplos de cuando los artistas se unían contra el franquismo y gritaban, a base de pincelada y cincel, por la libertad. El espectador puede ser testigo.
La presencia de tales firmas en el pueblo pronto desembocó en la articulación de un barrio de artistas, un entorno lleno de vida y talento que convivía con la misma alegría de los vecinos. Los que colaboraron en el primer impulso adquirieron viviendas en el municipio y, poco a poco, fueron configurando un Montmartre en miniatura en la colina de piedra roja.
Cuentan en el pueblo que se reunían durante horas a las puertas de la iglesia formando coloquios sobre disciplinas artísticas, dilemas estéticos y debates en varios idiomas. Hoy parece que todavía suenan.
Pero el atractivo de este rincón no acaba en el arte pictórico. En el paseo que baja de su particular barrio uno tropieza con la Roca Grossa, uno de los lugares de reunión favoritos. La mole pesa unas 2.100 toneladas y tiene 222 millones de años, como indica un letrero a su costado. Dicen las leyendas que hay que tocarla y pedir tres deseos para que, al menos, uno se cumpla. Cuentan también que a sus habitantes les llaman los cul rojos –culos rojos– porque, en un intento por trasladar los edificios a la zona llana, resbalaron y rozaron al aterrizar con el rodeno.
A estas alturas de la visita, alguien debe haber pronunciado la pregunta clave: "¿Dónde comemos?", de complicada respuesta, ya que hay varias propuestas interesantes. Si quieren probar las delicias de la cocina autóctona, pueden hacerlo en 'La Vinya', un pequeño espacio al borde de la montaña que ofrece unas vistas de cuento. En los fogones hacen auténticas maravillas con los productos de la tierra, en especial con las carnes –con un lingote de rabo de toro delicioso–.
Aprovechando la cercanía al Mediterráneo, vale la pena probar las propuestas mar y montaña, como las habitas con pulpo y morcilla o las alcachofas a baja temperatura con langostinos. Si tienen la oportunidad de ir durante el invierno, aprovechen y pidan los platos condimentados con trufa del Maestrazgo, una delicia propia de la comarca que arrastra a cientos de personas cada año.
El camino de transición entre mar y montaña convirtieron a la villa en escenario de múltiples disputas propias del Maestrazgo. Conquistada por Jaume I, que la dota de identidad histórica, fue cedida a la Orden de los Hospitalarios de San Juan y a la de Montesa después, que reformaron buena parte del castillo.
Plaza inexpugnable durante las guerras carlistas, en la primera mitad del siglo XVII la muralla sufrió algunas brechas por los combates. Del castillo, de origen musulmán, se conserva la torre de homenaje, que ejerce de centinela de la villa. Allá arriba, en lo que llaman el Quartijo, las murallas árabes albergan los edificios de mayor antigüedad junto a pequeños jardines secretos. Un oasis en miniatura que recuerda tiempos en los que la prisa era una palabra por inventar.