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Refugio de la ciudadanía de Tui –localidad ubicada a sus pies– durante las invasiones que sufrió la zona en la Edad Media, el Monte Aloia se alza hoy como una especie de atalaya natural en la sierra de Galiñeiro. Su abundante vegetación se mezcla con numerosos vestigios de épocas pasadas: molinos centenarios, una ermita erigida sobre los restos de un templo románico, un poblado castreño, un rego de pedra construido para llevar agua a los campos colindantes y hasta un trozo de muralla.
Su superficie de apenas 746 hectáreas lo convierte en el parque natural más pequeño de Galicia y, por ende, en uno de los más accesibles, al contar con rutas sencillas y breves, aptas para pies de todos los tamaños y rodajes. Un consejo fundamental si es tu primera vez: cuando inicies el ascenso al monte por la carretera, baja las ventanillas y respira hondo. Tus pulmones te lo agradecerán.
Antes de empezar una ruta, es buena idea dejarte caer por el Centro de Interpretación de la Naturaleza del parque. No solo porque allí pueden darte toda la información que necesitas sobre cómo llegar a los seis miradores y cinco senderos, sino porque merece la pena contemplar el edificio en el que se encuentra.
Se trata de una casa forestal diseñada en los años 20 por el ingeniero forestal Rafael Areses, quien intentó mantener una estética acorde con el paisaje de monte, apostando por la piedra sin tallar. El resultado es un precioso edificio rústico al que se accede por unas empinadas escaleras y que dentro acoge también una exposición permanente sobre la historia del parque.
El nombre de Areses está claramente vinculado a la historia del Monte Aloia, al haber sido su principal promotor a principios del siglo XX. "Antes, el parque era piedra y matorral y, entre la ganadería y las quemas para la regeneración del pasto, evitaban que siguiera creciendo el bosque", nos cuenta Pablo González, biólogo del Centro de Interpretación.
En esa coyuntura, el ingeniero forestal decidió iniciar una reforestación del monte con el fin de mantener algunas actividades tradicionales y, sobre todo, la explotación maderera, ya que "veía el potencial que tenía Galicia para ella". Por ello, comenzó a plantar especies exóticas de crecimiento rápido, como el pino marítimo, el abeto de Douglas o el ciprés de Lawson, reservando siempre un porcentaje de la superficie a las especies autóctonas, como el roble carballo, el alcornoque o el castaño.
Una de las curiosidades del Monte Aloia es que, pese a ser un parque natural, se sigue explotando la madera. Eso sí, destaca Pablo, se hace siempre de una manera sostenible: "Hay un plan de gestión forestal y no se cortan todos los árboles, se dejan pies padre y pies madre para que vuelvan a repoblar". Además, la vegetación que crece bajo esos pinos, que muchas veces ya es autóctona, también se mantiene. "Igual dentro de 100 años lo que tenemos aquí ya no son pinares, sino que es vegetación propia, como las carballeiras".
Mientras tanto, los trabajadores del parque afrontan las problemáticas que puedan surgir de la plantación de especies exóticas, como es el caso de la acacia negra, que actualmente tratan de erradicar. "La plantó Areses como experimentación, pero resultó que, aparte de exótica, es invasora y ocupa el espacio en el que tendrían que estar las autóctonas", dice Pablo.
En cuanto a la fauna, la principal riqueza del parque son los reptiles y anfibios. Las lagartijas merodean por todos los rincones y, en los miradores más expuestos, puede que te encuentres con un inmenso lagarto arnal tomando el sol. En la sombra y cerca de los riachuelos se hallan distintas especies de serpientes y otro lagarto de gran tamaño: el verdinegro. Las zonas de manantiales y pozas son perfectas para ver anfibios, entre los que destacan especies únicas como la salamandra rabilarga, endémica de Galicia, Asturias y el norte de Portugal.
Es probable que te topes con alguna de estas especies si optas por la ruta circular de dos kilómetros y medio que proponemos por los Muiños do Tripes. Arranca en el área recreativa de Circos y muy pronto descubre al caminante el río Tripes, un afluente del Miño que nace en el mismo Monte Aloia. Caminando junto a su orilla, pasarás por caminos empedrados, puentes y campos de cultivo que hacen la excursión aún más entretenida.
Pero, sin duda, su mayor atractivo reside en los 25 molinos de casi 300 años de antigüedad que dan nombre a la ruta. Antiguamente, las aspas del reducio –una rueda de hierro o madera que se encuentra en su interior– giraban gracias al impulso del agua y movían una piedra llamada moa que molía, sobre todo, trigo y maíz para hacer harinas, pero también sulfato o corteza de pino. En la actualidad, solo se mantienen en funcionamiento cuatro de ellos.
Durante la primera mitad del paseo, quizá tengas la inmensa suerte de cruzarte con Romer, un veterano de la Asociación Muiñeiros do Río Tripes, que suele acercarse por allí a arreglar algún molino o a investigar marcas o señales que le cuenten algo más sobre la historia de estas construcciones.
"Los molinos de harina, por ejemplo, suelen tener una cruz en señal de devoción y protección", nos cuenta este escultor de profesión, que se muestra encantado de parar unos minutos para charlar y enseñarnos cómo funciona el muiño que un día perteneció a su abuelo. Pese a que hoy en día se sigue moliendo algo de harina y desde la asociación promueven distintas actividades para dar a conocer el valor de estas centenarias maquinarias, admite que cuesta mucho trabajo conservarlos. "La gente no siembra ya", lamenta.
Tras dejar –muy a nuestro pesar– a Romer atrás, la ruta continúa entre alisos, sauces, laureles y helechos, hasta que, en la segunda mitad, regresa al punto inicial atravesando el monte. Como consecuencia, tiene lugar un cambio evidente en la vegetación del paisaje, ahora protagonizada por el pino y el matorral.
Al terminar el paseo muiñeiro, todavía hay tiempo de sobra para volver al coche y dirigirse a otro de los puntos más atractivos del parque natural: el alto de San Xiao. Allí, a 629 metros de altitud, vuelve a quedar clara la importancia del papel de Areses en el Monte Aloia en un monumento que reconoce su labor.
El entorno es magnífico para dar un paseo tranquilo y hay un restaurante y un inmenso merendero en el que puedes coronar la visita con un almuerzo con buenas vistas. Los más pequeños también pueden pasar un buen rato jugando en los columpios en medio del bosque mientras los mayores se asoman a la ermita de San Xiao, construida a principios del siglo XVIII sobre restos románicos.
Es imperdonable abandonar el parque sin haberse asomado a alguno de sus miradores. Uno de los más concurridos se ubica cerca de la ermita y para llegar a él hay que recorrer una pequeña senda que culmina en unas escaleras de piedra. Arriba, aguarda la gran cruz de San Xiao, levantada en 1900. Desde ella –y siempre que la brétema (bruma) gallega no te la juegue– puedes disfrutar de unas vistas panorámicas únicas del valle del Miño y, si quedan ganas, tratar de distinguir los bosques y pueblos gallegos y portugueses que se extienden por él.