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Nacimiento del río Cuervo (Parque Natural de la Serranía de Cuenca)

La belleza del invierno en el Nacimiento del río Cuervo

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Actualizado: 16/02/2022

Fotografía: Alfredo Cáliz

Todas sus vidas son hermosas, pero la invernal es única. Ha helado esta noche de enero. Los suficientes grados bajo cero para que, al llegar a la explanada que lleva al Nacimiento del río Cuervo, lo primero que se sienta sea que la escarcha ha nevado el lugar. La arena, los bancos y las mesas, los puentes de madera que cruzan el sendero -un kilómetro y medio- bien marcados, lucen cristalizados. Las hojas amarillas del suelo con estrellitas blancas hacen de alfombra sobre este lugar, resucitado a las visitas de turistas en los últimos cuarenta años.

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Este afluente del Guadiela, creador de un paraje que es orgullo de la provincia de Cuenca y que forma parte de la cuenca hidrográfica del Tajo, es pequeño, pero soberbio en todas sus facetas desde que asoma entre la roca con nula timidez. Estas mañanas de escarcha sus aguas son un placer para la mirada reposada, cuando solo unos pocos rayos de sol entran bajo los chopos de abajo, los pinos, los quejigos y los acebos de la ruta.

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Es en esta arrancada a la suave subida cuando se agradecen las recomendaciones de los autóctonos: si subes a primera hora en invierno, buen calzado para andar y bien abrigados. Lo del calzado, siempre cómodo.

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Entre los pasos sobre la senda de madera, a ratos pisando escarcha, a ratos musgo y tierra, no se ha parado de oír a algún gavilán o águila culebrera sobre nuestras cabezas, despegando de las altas rocas. Te distraes un segundo mirando a las rapaces y, de pronto, topas con la barrera de la cascada. Por más veces que hayas visto la fotografía o hayas llegado hasta aquí, es imposible no lanzar alguna expresión de sorpresa.

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Arriba, los chorros blancos congelados en su caída, los “chupones o carámbanos” hermosísimos, sujetos entre el musgo, dejan al visitante boquiabierto. Abajo, el agua es tan azul-verdoso, tan transparente, que cualquier adjetivo o piropo que una lance sonará a cursilería, como la descripción del alborozo que producen las cascadas heladas; el musgo verde, rebosante, enorme, que se luce aprovechando que no hay tanta agua como debería en este mes de enero. Los arbustos sin hoja han cristalizado sus ramas, pactando con la helada nocturna y las gotas salpicadas.

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Un vestido para cada estación

“Te encuentras en la barrera travertínica del Nacimiento del río Cuervo. Por ella se precipita el agua, conformando el punto más visitado y fotografiado del recorrido: las cascadas”, reza el cartel que se lee tras la primera impresión. Pasado el rato de examinar de frente, por un lado y por otro, falta explorar todo lo que esconde esa barrera que se deja atravesar por el agua entre roca, líquenes y alguna piedra no tan fácil de penetrar. “El Cuervo baña algo menos de un tercio de esa barrera. El resto se encuentra escondido bajo una masa de pinar”.

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Es invierno, hemos llegado persiguiendo la blancura y el hielo, las rapaces pequeñas y los acebos ya sin frutos -las bolas rojas- porque los pájaros o los corzos han dado cuenta de ellas; tampoco hay orquídeas silvestres para retratar en la entretenida subida, pero la desnudez de la tierra y los árboles realza las acequias naturales, cada chorro de agua que se escurre entre ramas, rocas y musgos. Se acentúa el olor del mirto salvaje, de la tierra húmeda y el esfuerzo compensa a la vista, al oído. Y, seguramente, al espíritu de cada visitante.

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Aunque es en primavera cuando “el río Cuervo revienta. Toda mi vida aquí y todavía me escapo tras haber llovido mucho. Llego y me siento feliz, maravillándome de la suerte que tengo al estar a dos kilómetros de ese sitio. Es como el primer día, como el primer recuerdo. Ten en cuenta que yo, desde muy pequeña, ya tengo fotos en el nacimiento del río”. A Ana Isabel Cardo se le llena la voz cuando habla -hoy por teléfono, desde Tragacete- del lugar de su infancia porque “soy autóctona, he nacido en Vega del Codorno, el pueblo más cercano al nacimiento”, presume con mucha razón.

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Cuando le hablamos del paseo blanco, de la helada, de la ausencia casi de gente -es un día entre semana-, de la belleza del hielo y de la escarcha -que ha ganado a la nieve más blanca a la hora de vestir los arbustos-, de quienes preferimos el invierno para este tipo de visitas, se ríe y recuerda que no hay necesidad de elegir. “Este es un lugar cuya visita la gente repite. Diez, veinte, treinta veces. Uno llega hasta aquí en verano, otoño -los colores son increíbles-, invierno helado de carámbanos y la primavera, con la fuerza que arrastran las cascadas”, cuenta Ana.

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Un entorno a vista de gavilán

Esta mujer, agente de Desarrollo Rural y Cultural, enamorada de su tierra hasta el tuétano y sin disimularlo, no tiene claro cuando empezó la fama del hoy denominado monumento natural. Como tantas otras veces, hace años que se abrió un kiosko para vender bebidas y luego bocadillos, después restaurante. “Fue paulatinamente. Era zona de acampada libre y venía gente de todas partes: Valencia, Alicante, Madrid”. Hoy es uno de los monumentos naturales de río más conocidos en el interior de la península “e intentamos que esté cuidado. Creo que la gente ha ido aprendiendo”, advierte, aunque todo cuidado y aprendizaje es poco en estos parajes.

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El agua de este manantial travertínico “viene cargada de carbonato de calcio de la disolución de las rocas que forman la Muela de San Felipe. Se crea roca in situ con espesores anuales que pueden alcanzar varios centímetros”, señala otro cartel para hacer entender al amante del saber, además de la contemplación, cómo se forman las “formas tan originales de las rocas”.

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Una roca de “toba” porosa y ligera que se muestra en el camino. Subes y ves, en los escarpes de esa porosidad, la culpable de que se formen los preciosos desniveles que obligan al río a saltar y a las rocas, desgastadas, a crear durante miles de años la formas de “circo” de donde parte ese gavilán que observa desde arriba a los curiosos personajes de dos patas. Hasta que llegas a la gran roca, por la que se filtra el agua más limpia, gélida y transparente al nacimiento.

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Un manantial de buen caudal que se cuela otra vez en la roca y surge un poco más allá. Y para qué seguir. Hay que llegar, subir, parar, mirar, respirar y sentir que durante un par de horas has escapado a otro lugar, a otro mundo, que siempre está ahí. Para volver. Desde Cuenca o desde Teruel -la primera carretera es más fácil- el camino en coche es también un espectáculo a recordar. Solo hay que probar.

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