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Este edificio religioso de estilo románico, antigua canónica agustiniana, data del siglo XII y está situado a los pies del Castell de Lluçà, actualmente en ruinas, pero al cual se puede hacer una pequeña excursión para divisar toda la zona desde lo alto.
Este monasterio resulta de gran interés puesto que conserva esculturas, frescos y pinturas murales especialmente relevantes como el revestimiento del altar, pintado sobre madera en torno a 1200 y que es una de las obras más significativas del románico catalán.
Esta es una réplica: el original se puede ver en el Museu Episcopal de Vic. De estilo italobizantino, consta del frontal y de los dos laterales, y sorprende por su vivo cromatismo. De los 63 frontales románicos que hay en Cataluña, este es el más importante. Incluso dicen que aquí nació el cubismo y, al mirar con detalle los rostros de la escena de la Visitación de la Virgen María, podemos comprender por qué.
También merecen nuestra atención las pinturas murales que se pueden apreciar debajo del coro y que datan del siglo XIV. Otra peculiaridad es que podemos contemplar representaciones de la vida de San Agustín o, algo aún menos habitual, una escena de Sant Jordi luchando contra un dragón.
Según vamos recorriendo el itinerario, apreciamos que en cada recoveco del monasterio podemos palpar su historia: vivió un par de centurias de esplendor, pero su decadencia comenzó en 1330, algo que se acrecentó debido a los terremotos que se sucedieron en Cataluña entre los años 1428 y 1448, que destruyeron la nave de la iglesia y el campanario.
Fue en 1592 cuando el Papa suprimió las canónicas agustinianas en Cataluña y cuando la de Lluçá se unió a la Casa de la Caritat de Barcelona. Un tiempo después, este monasterio se convirtió en una pequeña parroquia rural. Pero después ha vivido más cambios, ya que en el siglo XVII se convirtió en santuario mariano y en el XVIII se decoró en estilo barroco. Más recientemente, gracias a las reformas acometidas por la Diputación de Barcelona en 1967, la iglesia recuperó su aspecto primigenio, que es el que podemos admirar hoy en día.
Y llegamos a uno de los espacios más bellos del monasterio, donde nos quedaremos un buen rato porque aquí tiene lugar nuestro próximo plan: el claustro románico de planta irregular y 22 capiteles historiados originales del siglo XII, que guardan cierto paralelismo con otros monasterios catalanes, ya que pertenecen a la misma escuela de escultores de Ripoll. En ellos podemos apreciar decoraciones vegetales, bestias fantásticas y escenas de capítulos de la Biblia. Donde antiguamente los monjes oraban de manera individual, paseaban o leían… ¡Nosotros viviremos un momento muy gastronómico!
Más conocido como El Sacerdot, este inquieto gastrónomo es el anfitrión perfecto para introducirnos en los productos típicos de la zona. David organiza desde 2015 catas maridaje en lugares con tanto encanto como este cenobio. Además, las personaliza y tematiza en función de las preferencias del grupo. Él las llama bacanales, porque el festín está asegurado.
El nuestro comienza con el formatge de Pagès Montreix de la quesería ‘Reixagó’, elaborado con leche cruda de vaca con un mes de curación y que David rellena de trufa negra local un par de días antes. Delicado y cremoso, es el aperitivo perfecto.
Los embutidos locales también llenan esta mesa idílica: bull blanc, bull negre con lengua o butifarra de huevo nos hacen descubrir un poco más la tradición cárnica autóctona. En la copa, el vino ecológico Cent Kat Picapoll, de la Denominación de Origen barcelonesa Pla de Bages. Mientras lo catamos, David nos descubre un aceite de oliva virgen extra leridano 100 % arbequina: Oleum Flumen. Y seguimos conociendo vinos como Tretze, un brisado orange wine elaborado por ‘Bodegas Ramón Andreu’ en Tarragona (D.O. Terra Alta).
Tras este generoso piscolabis, llega el plato fuerte: un adictivo sándwich estilo bikini con sobrasada de ‘Cal Rovira’ y miel negra de encina. “Tenemos tantos buenos productos que no hace falta irse muy lejos de aquí”. Tanto es así que todo lo que probamos proviene de cinco kilómetros a la redonda. A estas alturas, David ya nos ha conquistado la mente y el paladar.
Como colofón, nos sorprende con un vino de edición limitada que no está a la venta: Gonfaus 2018. Es el exclusivo resultado de un proyecto de I+D, que realizó la familia Torres, en el que plantaron únicamente dos hectáreas de esta variedad autóctona con la que está elaborado el vino.
Antes de despedirnos de nuestro cicerone, le preguntamos dónde podemos encontrarlo habitualmente. Es fácil: tiene una tienda de vinos y libros ubicada en Prats de Lluçanès llamada ‘Cal Siller’, donde su pareja Nuria Vila, editora de libros, y él divulgan la cultura y la gastronomía con mayúsculas. David, que trabajó en hostelería, actualmente también distribuye vinos a una veintena de restaurantes.
Nuestra siguiente parada está a algo menos de 20 kilómetros, pero antes de irnos de este recóndito hallazgo, nos asomamos a ‘Fonda Restaurante La Primitiva’. Se trata de una casa de comidas muy campestre que está justo enfrente del Monasterio de Santa María de Lluçà. Su cálido comedor nos invita a quedarnos, pero lo anotamos para la próxima. ¡‘Ca La Cinta’ nos espera!
Este restaurante familiar en Sant Agustí de Lluçanès es un punto estratégico de peregrinación gastronómica en la zona, frecuentado por moteros y jubilados por sus famosos almuerzos, pero también conocido por su deliciosa cocina catalana tradicional “de chup chup”.
Tras nuestra mañana cultural y gastronómica, llegamos a esta casa de comidas, que es el lugar idóneo para desconectar del mundanal ruido y paladear lentamente lo que estamos descubriendo en Osona, porque apenas hay cobertura. A través de sus ventanales podrás admirar los prados verdosos que plagan el entorno, así como el ganado que campa a sus anchas por ellos. También contemplarás la peculiar arquitectura de la zona, caracterizada por sus fotogénicas casas de piedra.
Allí encontramos a la familia Rovira Camprubí, que desde 2001 cocina la tradición de la comarca para hacer las delicias de sus fiel clientela: llonganissa casera; caracoles guisados; coca de recapte con pera caramelizada, queso de cabra y miel; carpaccio de magret de pato con foie; farcellet de verduras con mermelada de tomate y chips de boniato; tartar de ciervo con trufa o el memorable canelón de oca con crema de setas y trufa.
‘Ca La Cinta’ es una oda al territorio y a sus productos, aunque con un enfoque actualizado. Como postres, pide la sopa de maracuyá y helado de coco si quieres algo refrescante. Si eres goloso, el farcellet de praliné de avellana.
Y hasta aquí nuestro recorrido cultural y gastronómico por esta desconocida comarca catalana que nos ha conquistado en nuestra escapada invernal… y que siempre nos deja con ganas de más. ¡Volveremos!