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A pesar de tratarse de una isla relativamente pequeña (83 km cuadrados), la silueta recortada de Formentera le permite disponer de una gran extensión de costa. Playas grandes y pequeñas, de arena fina y rocosas, además de numerosos rincones solitarios junto a abruptos acantilados, atraen cada año a miles de visitantes a la pequeña de las Pitiusas. Esta es una selección de cuatro de estas playas de aires tropicales en pleno Mediterráneo.
Para muchos, una de las mejores playas del mundo. Sus aguas cristalinas de tonos turquesa y cian, el fondo impoluto, la escasa profundidad y la ausencia de oleaje convierten a Illetes en una enorme piscina natural salpicada de pequeños islotes, que le dan nombre. Aquí es más común ver selfies que chapuzones, por aquello de dar envidia en los grupos de WhatsApp y a los seguidores de Instagram.
Aunque se puede acceder al Parque Natural de ses Salines en vehículo a motor (previo pago de una entrada), es recomendable aprovechar las rutas verdes acondicionadas para senderistas y ciclistas que rodean el Estany Pudent, teñido por la sal de rosa y violeta, y observar los flamencos, garzas reales y ánades que habitan en sus marismas de cañas y juncos.
Dentro del Parque hay cuatro playas: Cavall d'en Borras (la más cercana al puerto de la Savina y con un bosque de sabinas donde cobijarse a la sombra durante la siesta); Illetes (cara oeste, de mar más tranquilo) y Llevant (este, con algo de oleaje y brisa), ambas en la península de Es Trucadors y que concentran el mayor número de visitantes; y Racó de s'Alga, ya en el vecino islote de Espalmador, que cuenta con lagunas de lodo cuyo uso está ya prohibido.
La responsable de esta belleza de policromía de azules es la Posidonia oceánica, una especie de planta -no es un alga- endémica del Mediterráneo que en 1999 fue declarada Patrimonio de la Humanidad. La nitidez y colorido de los fondos marinos hace que muchos vengan a la isla a practicar submarinismo, además de paddle surf.
Esa lengua de arena blanca y fina de Es Trucadors es desde mayo y hasta septiembre una little Italy. Los italianos se enamoraron de Formentera en los años 90 a través de algunos famosos transalpinos que presumían en las revistas de sus lujosos yates fondeados aquí –aún se siguen viendo espectaculares barcos que protegen, celosamente, la privacidad de sus ocupantes–. Por eso no es raro escuchar a los vendedores playeros gritar "¡ananas! ¡noce di cocco!" para tener éxito en las ventas.
Pegamos un salto a la cara sur de la isla. Migjorn es la playa más larga de Formentera (5 km) y, según reconocen muchos autóctonos, la favorita de los que viven aquí por su carácter más salvaje: en vez de arena fina e impoluta hay restos de algas secas, matorrales de cardos marítimos, barrones y limonium. Además, las aguas transparentes suelen estar acompañadas de manchas de algas y rocas bajas.
Migjorn es más tranquila y habitualmente está menos masificada, incluso en temporada alta. Al contar con pequeñas playas de arena y calitas resguardadas de roca, es frecuente la práctica del nudismo. Aunque todo este gran arco sur de Formentera se conoce como Migjorn, sí que se identifica cada rincón con su topónimo: Mal Pas, es Ca Mari, es Códol Foradat, Arenals, es Caló d'es Mort...
En la parte central de la playa, a pie de arena, encontramos el restaurante 'Vogamari', donde Toni Mayans lleva diez años preparando sus paellas de marisco y pescado, su arroz negro con sepia, gambitas y mejillones, las ensaladas payesas con peix sec y crostes y su plato estrella: el frito de langosta con huevos y patatas fritas.
En la zona norte, en la tranquila y rocosa costa de Tramuntana, encontramos esta pequeña calita, refugio de pescadores rodeado de elevadas paredes calizas. El viento y los embistes de las olas han ido configurando sinuosas figuras en las rocas que se precipitan al mar.
Para acceder a Cala en Baster se puede hacer bien en vehículo o por la ruta verde número 21, de las 32 que hay en la isla. A pesar de que Formentera cuenta con poco más de 20 kilómetros de distancia entre su punto más oriental y occidental, dispone de unos 130 kilómetros de caminos para que ciclistas y senderistas se pierdan por sus costas y su interior más rural.
Las linfas aguamarina y acantilados escarpados comparten protagonismo con los varaderos (escars), unas guías de madera inclinadas, que la humedad ha ido carcomiendo, sobre las que los pescadores deslizan sus embarcaciones para botarlas. En Cala en Baster, los tradicionales cobertizos de madera y ramas que resguardan los llaüt del sol y las lluvias se sustituyen por cuevas escarbadas en el marés, ideales ahora para echarse una cabezadita o disfrutar de una lectura a la sombra.
En Cala Saona se dan encuentro las familias con niños y abuelos, grupos de amigas de despedida de soltera y unos jóvenes que saltan desde la popa del yate al ritmo de David Guetta. Esta pequeña playa en el poniente, de arena nívea y un mar en el que van dibujando su estela pequeños barcos, es una de las más visitadas por el bello paisaje, las vistas privilegiadas a Ibiza y la escasa profundidad.
A ella se accede fácilmente por un camino que va recorriendo un entorno boscoso, con pequeños huertos familiares, higueras apuntaladas con estalons (estacas), sobre las que se extienden en horizontal las ramas y fincas bautizadas como can Manolo, can Virgine o can Rubia. Al acercarnos a la costa, ese paisaje rural se transforma en rocoso y árido.
Junto a los varaderos concentrados en un lateral de la playa se elevan los acantilados de tonos rojizos de Punta Rasa, por donde se puede caminar con tranquilidad y contemplar una atractiva puesta de sol, que da nuevos matices al fondo marítimo. Son habituales en esta zona las rutas en kayak, penetrando en recónditas cuevas y sorprendentes grutas. Porque en Formentera, a la belleza evidente también se suma la que está más oculta.