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Asomándose peligrosamente al precipicio, un castillo inmemorial custodia Salobreña. Son tantas las hazañas que acumula como los mitos y leyendas que han ido fermentando por sus torres y murallas. Fábulas que envejecen como los buenos vinos y que convierten a la fortaleza en un salón panorámico donde dejar volar la imaginación e impregnarse de magia. La más famosa de sus leyendas es la de Zaida, Zoraida y Zorahaida, o sea, la de las tres infantas que dan nombre a la célebre torre del palacio nazarí de Granada y que Washington Irving inmortalizó en su Rosa de la Alhambra.
“La torre de la Alhambra se quedó con su pena, pero aquí nos hemos quedado con la presencia de una niña feliz”, cuenta Manuel Morales, guía del castillo y de Salobreña, que tiene arte y majestad para conjugar el rigor de los datos con la magia del buen relator. “El origen de la fortaleza se pierde en la noche de los tiempos”, sigue en referencia a la primera mención del castillo en la historia, del año 913, cuando Abderramán III vino a imponer disciplina a unos contribuyentes díscolos. Pero los indicios arqueológicos nos llevan mucho más hacia atrás, seguramente hasta la España visigoda.
El periodo más reseñable de la fortaleza se podría ubicar durante la dinastía nazarí, entre los siglos XIII y XV. Desde aquí se controlaba el efervescente cultivo de la caña de azúcar, pero la alcazaba también servía como palacio de verano para los reyes nazaríes y, a la vez, como prisión de sultanes rebeldes, donde encontraban comodidades dignas de su estatus, pero donde el estatus no impedía que llegaran incluso a decapitar a alguno.
El promontorio de Salobreña es más suave por su lado oriental. Llegando desde Granada, se ve como un manto de fachadas blancas que cubren y trepan la colina. Por el flanco costero, sin embargo, es un muro de roca de casi cien metros de prominencia. Aquí lo llaman “el tajo” y hacia él se asoman unos cuantos miradores y otros tantos sky bars, que es como se anuncian los restaurantes panorámicos. Este carácter ambivalente de Salobreña nos plantea un paseo de lo más variopinto a los pies del castillo.
El Paseo de las Flores es el rey de los miradores de Salobreña: una repisa artificial que se construyó en la década de 1970 bajo la muralla, en mitad del “tajo”, para ganarle un poco de espacio al promontorio y hacerlo más accesible. Se trata de un paseo ajardinado encantador con vistas al mar, a la llanura de cultivos y hasta a Sierra Nevada. En el otro extremo del acantilado, el mirador de Enrique Morente es un poco más modesto, pero de vistas más anchas. Pasear entre ambos miradores por el casco urbano es una forma ideal de descubrir la otra cara del promontorio de Salobreña.
Las vistas van a ser ahora más íntimas, pero también encantadoras, desde la calle Andrés Segovia, la calle Guadix o la plaza del Ayuntamiento. La Bóveda es una calle cubierta que conecta el barrio del Albaicín con el de La Villa y constituye uno de los últimos vestigios de la medina medieval. Sobre ella entonces se encontraba una mezquita del siglo VIII que hoy es la iglesia mudéjar de Nuestra Señora del Rosario, de 1520, con un pórtico que evoca el de su antiguo uso musulmán.
El segundo gran icono de Salobreña, rivalizando en protagonismo con su castillo, es una pequeña península de roca que separa sus dos grandes playas: la de La Charca y la de La Guardia. Hasta el año 1790 el Peñón de Salobreña era un islote rodeado de agua. Sin embargo, los sedimentos que arrastraban las crecidas del río Guadalfeo terminaron por unirlo con el resto de la Península Ibérica. Aunque en tiempos pretéritos llegó a estar separado por cientos de metros de la costa, sobre él se han encontrado restos de cerámicas, enterramientos prehistóricos e incluso restos de una piscina de salazones.
También debió ser una península el promontorio que corona el castillo. Hay constancia de que existió un embarcadero de época romana a los pies del precipicio. Por eso la gran planicie que se extiende entre el promontorio y el peñón es, como dicen aquí, “terreno ganado al mar”. El origen de la palabra Salobreña parece estar en la forma indoeuropeo sel amsina, es decir “alrededor de corrientes de agua”, en referencia a esas crecidas del Guadalfeo que arrebatan terreno al mar, pero también a los múltiples manantiales de agua de la sierra.
En el otro extremo de la playa de La Guardia trepan por un promontorio las casas, también blancas, de este barrio con carácter propio. La Caleta está separada del núcleo urbano de Salobreña por una llanura perfecta llena de cultivos de frutales subtropicales. Hasta 1861 era tan solo un pueblito de pescadores, pero ese año su suerte cambió cuando se instaló la Azucarera del Guadalfeo. Esta fábrica de azúcar y de alcoholes funcionó hasta 2006 y, a día de hoy, está declarada como Bien de Interés Cultural de Andalucía.
Con suerte, si llamas al telefonillo, quizá te dejen pasar a echar un vistazo a la fábrica, aunque los encantos de La Caleta no se acaban en esta evocadora mole industrial. Pasada la fiebre de la caña, este pequeño rincón de la costa granadina rezuma tranquilidad y buena convivencia por la Ramblilla o la calle Ruiseñor. Hoy nos las encontramos aderezadas con una curiosa exposición de las fotógrafas Alicia Soblechero y Remedios Valls, que han querido hacer un homenaje a los vecinos del pueblo.
En la plaza del Lavadero se consiguen buenas vistas de la fábrica de azúcar y del castillo de Salobreña, pero aquí la gente parece abstraída en la tarea de pescar. Desde aquí un pequeño sendero pavimentado con losas de piedra, el camino del Caletón, alcanza en apenas 200 metros una calita con un arenal mínimo que es muy popular para practicar buceo por la claridad de sus aguas y la presencia de babosas de mar, esponjas y corales, entre otros. Nos cuentan que a veces incluso se llegan a avistar delfines que merodean en las proximidades de una piscifactoría que hay mar adentro.
A medio camino entre el casco de Salobreña y el de La Caleta, el hotel y restaurante ‘Miba’ (Solete Guía Repsol) ofrece una de las grandes experiencias gastronómicas de toda la Costa Tropical, aderezada con unas vistas de escándalo al castillo y a la costa. Visto sobre el mapa, podría parecer un simple hotel de carretera, pero la impresión nos lleva a un error abismal. El edificio se hunde y encarama al acantilado para aislarse de cualquier ruido del tráfico y así todas las habitaciones se asoman al mar, con unos enormes balcones en los que no sabes si quedarte con el amanecer o el atardecer.
Igual que el castillo al que mira, la cocina del ‘Miba’ debe tener algo de mágico porque consigue que las vistas se diluyan a medida que llegan los platos que firma el cocinero Javier Fernández Esteban. Este gallego, afincado en la Costa Tropical desde hace una década, procura valerse de productos locales para que sean los protagonistas de sus propuestas, pero luego los matiza con las piezas de un puzle que se trae desde todos los rincones del mundo, como buen gastro-viajero que busca inspiración no tanto en la élite, sino en las comidas del día a día.
Cada estación Javier sorprende con una carta nueva de unos 15 o 20 platos, más alguna especialidad, con la que dice no querer complicar a la gente, pero en la que siempre introduce un poco de técnica y contraste. Hoy arrancamos con un espárrago escaldado de Huétor, anguila y foie sobre una base de crema de maíz y polvo de tomate. Seguimos con una corvina con crema de apionabo, calabaza y piparra. Y terminamos con un solomillo de ternera al carbón de romero que lleva una tierra de trufa, alioli de ajo negro y espuma de Guinness.
Sorprende y divierte esta cocina en busca de equilibrios, de la que puede que lo mejor esté aún por llegar, porque hemos leído que Javier, en su cuenta de Instagram (@cocineandoando), se reivindica como “postrero”. Las sospechas se cumplen y esta cena para el recuerdo cierra con una exquisita pannacotta de vainilla sobre un sorbete de pepino cubierta con una tuille de coco con Peta Zetas, aunque aún dejarán que nos divirtamos un rato más “dipeando” una genuina reinterpretación de una Paulova con merengues secos.