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"Lo bueno de un trabajo así es la sensación de poder crear tu propio mundo y poder soñar. Que se pueda uno dar el lujo de recorrer en una barquita un estanque de 2.800 metros cuadrados rodeado de flores". Manolo Conde no es de la nobleza pero se considera muy afortunado.
Ha dedicado gran parte de su vida a los jardines del Pazo de Oca, 24 años concretamente, trabajando y cuidando de sus ocho hectáreas de setos, árboles centenarios, flores y huertas. Aún hoy, jubilado, vive aquí, en un apartamento construido en una de las alas del pazo junto a Carmen Taboada, su mujer, quien sigue recibiendo a los visitantes y enseñando el interior de la casa señorial, una casita de campo con 13 salones creada, al igual que el jardín, para el disfrute. El esparcimiento, la relajación.
Manolo, que ha pasado el relevo a otros jardineros, ama el jardín de este pazo situado en La Estrada, en Pontevedra. Se le ve en los ojos, en sus manos y en su forma de pasearlo, llevándonos por rincones y descubriéndonos sus secretos. Como tiene que ser, paso a paso. Despacito. Aquí un laberinto para andar, con 550 metros hasta su centro, hecho de seto de boj bajito imitando uno igual, en mosaico, de la catedral de Canterbury. Los sacerdotes lo usaban para caminar rezando.
Tras el laberinto, un invernadero del siglo XVIII, el más antiguo de Galicia. Más al fondo, los senderos nos descubren, de repente, dos estanques, los de Manolo, que, separados por un puente, representan con dos barcas de piedra en su centro la paz y la guerra, el bien y el mal.
Escondido en un camino, nos adentramos dentro del seto hasta un laberinto de figuras podadas, representando los sueños de un niño. Aquí prima el arte de podar, la topiaria. Alicia cruzando literalmente al País de las Maravillas, el cocodrilo de Garfio, el monstruo del Lago Ness, la casa de Wendy y Peter Pan asomado por la ventana… Al final del laberinto el presidente de la fundación Medinaceli, actual dueño del pazo, señala una esvástica celta.
Y todo, por aquí y por allá, salpicado de camelias. Hay 600 variedades diferentes en la finca e innumerables árboles. Ni Manolo lleva la cuenta. Las primeras llegaron en 1813 y aparecen en la factura como rosas chinas, nos cuenta. Hoy, el Pazo de Oca tiene hasta un laberinto de camelias, donde los árboles convertidos en setos te rodean por todas partes, techo incluido. Vas caminando rodeado de flores, de colores, que adoptan tonos especiales al no recibir el efecto del sol.
Tan dados como somos a las comparaciones, se dice del Pazo de Oca que es el Versalles gallego. Inicialmente creado para ser una fortaleza con dos torres, el pazo como lo conocemos ahora y sus maravillosos jardines fueron construidos por su propietaria de entonces, la Marquesa de Camadesa, residente allegada a la corte que quiso representar en su casa de campo lo que veía en Madrid.
En el siglo XIX, los jardines se rediseñan de la mano de Francisco Vie, que crea un jardín geométrico, pegado a la casa de estilo francés y la parte de los estanques en un estilo más inglés, no tan estructurado, menos definido. Y luego, al final, la huerta ajardinada. Recorriendo ambas partes hasta la zona del bosque –sí, hay un bosque–, una avenida, el paseo de los tilos, lo suficientemente larga y espaciosa como para hacer de hipódromo para los señores de la época.
"En la mayor parte de los pazos los jardines se estructuran como capas de cebolla. Cerca de la casa está la capa más ornamental, los jardines más estéticos, la segunda es la de la huerta y la tercera es el bosque" nos cuenta Pedro Vidal, ingeniero agrónomo y trabajador del Pazo de Rubianes, situado en las afueras de Vilagarcía de Arousa, en Pontevedra. Aquí tienen 800 variedades de este árbol y unos 5.000 ejemplares plantados por sus 16 hectáreas de jardín.
Los primeros, un conjunto de 19 camelios, llegaron en 1830 a través de Portugal. Fueron regalo del duque de Caminha al señor de Rubianes. Hoy, paseando entre ellos, sorprende su longevidad. No llegan a cinco metros de alto y no son en principio tan espectaculares como otros de los ejemplares que atesora este jardín, como un eucalipto de 200 años y 14 metros de diámetro, su paseo de altísimas criptomedias japonesas de 1820 o el abuelo de la finca, un enorme roble de 400 años de edad. Pero sí son las más ornamentales y las más floridas.
La camelia es una flor que vino de Oriente y se adaptó tremendamente bien a Galicia al reunir esta tierra las características que necesitaba para arraigar esto es, humedad, temperaturas suaves y acidez en el terreno. Actualmente, la Comunidad atesora casi 8.000 variedades, que se dice pronto. Hay tanta variedad que en ocasiones parecen flores de distintas especies.
Las hay de tipo anémona, con pétalos fuera más grandes y pequeños y apiñados en el centro, las hay pequeñas y sencillas o enormes y sofisticadas. Blancas, rojas, rosas, grosellas, amarillas… y combinaciones de varios colores. Hay camelias para todos los gustos y las flores adornan tanto los árboles como el suelo.
Los camelios florecen entre noviembre y abril, de forma escalonada según la variedad. Algo que se aprovecha en el diseño del jardín, para que vaya cambiando en cada momento, con cada floración.
Eso sí, nos comenta durante nuestro paseo, las camelias no huelen. "La mayor parte no tienen fragancia y las que la tienen es muy sutil. Lo bonito es el colorido y la forma de las flores", nos dice. Casi ni lo hemos notado, la verdad.
Huele a verde, a tierra mojada y a eucalipto mientras paseamos entre camelios, oteamos el jardín más inglés y nos asomamos al estanque de verano, cubierto por una capa verde de lenteja de agua que, lejos de mostrar suciedad, está manteniendo el recinto depurado.
Al fondo, las 25 hectáreas de viñedo que es uno de los pilares, junto con el turismo, los eventos y las camelias –incluyendo los cosméticos derivados de ellas–, que sostienen el proyecto del pazo.
"La familia es propietaria desde 1411 que se empezó a construir el pazo. En el siglo XVIII , Jacobo Ozores reconstruye la casa, por eso tiene un estilo afrancesado como de petit chateau", nos cuenta Ramón Paz, de comunicación y promoción. A pesar de que está habitado –unos seis meses al año– se admiten visitas en la casa, siempre reservando, así como a la capilla del siglo XVI y la bodega, del XV.
"Un jardín debe mezclar la labor del hombre pero para maquillar la Naturaleza, no para domesticarla", nos había dicho Manolo mientras paseábamos por los sofisticados jardines de Oca. No podemos evitar recordar sus palabras mientras nos adentramos en el pazo de Santa Cruz de Rivadulla, en A Coruña.
Aquí ya, definitivamente, el concepto de jardín pasa a otro nivel. Santa Cruz de Rivadulla se agarra los machos levemente cerca de la casa señorial, la más sobria de cuantas hemos visitado debido al origen monacal de su primer propietario. Camelias, árboles frutales, prados y hasta un estanque de nenúfares con senderos marcados con boj para, a medida que te adentras en él, perder ya completamente la compostura y convertirse en un bosque, uno encantado.
Subes unas escaleras de piedra ocultas junto a un molino y ¡zas!, te sumerges en un mundo de árboles frondosos, de luz tamizada, de verde y musgo por doquier inundando piedra, mesas y bancos que salpican el camino. Paseando, sorteando raíces centenarias que asoman por el suelo, llegamos a un estanque rectangular y rodeado de arboles gigantes que se reflejan en el agua verdosa, sacado directo de un cuento o de una escena de Encuentra tu propio grial.
Caminando por los senderos de este bosque, entre árboles con trajes de verdín, escuchando los pájaros y el agua todo el rato, llegas a uno de sus tesoros, su cascada. Cae tranquilamente y se deja escuchar desde un puentecillo, perfectamente integrado en esta exuberante naturaleza gallega.
Aquí, en este jardín tan salvaje, llámalo bosque, las camelias también han encontrado su lugar. Salvajes, salpican de flores de colores brillantes la mata de verde entre telas de araña, mariposas y demás fauna que también vuela libre, como el resto. Parece mentira que allá afuera, a un paso, se encuentre la civilización, pensamos, mientras paseamos al borde del río que baja tras la cascada, y nos paramos ante la mesa y el banco donde según la tradición D. Gaspar de Jovellanes firmó la Memoria en Defensa de la Junta Central el 2 de mayo de 1811.
Por tener, este pazo hasta tiene un momento para descansar de tanto empacho de verde. Tras atravesar el bosque, al otro lado de la casa, en el prado, un espectacular pasadizo de olivos te espera para pasear relajadamente bajo su sombra. Esta vez, y sin que sirva de precedente, sin camelias a la vista.