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Allá por el siglo I, en la Roma imperial, el poeta latino Marcial dedicó varias rimas al Mons Caius, el monte de su niñez y que recordaba “encanecido por las nieves”. Fueron los primeros versos dedicados al Moncayo. Luego llegaron muchos más: coplillas del Marqués de Santillana, himnos de Labordeta o poesías de Antonio Machado. Y existe una larga lista de autores que han ambientado aquí cuentos y novelas. No obstante, fue Bécquer quién le otorgó una dimensión literaria a la altura de su relieve geográfico.
El poeta sevillano llegó en 1863 al Monasterio de Veruela, en las estribaciones de Vera de Moncayo, con la intención de hospedarse en la abadía medieval para aliviar sus tísicos pulmones, gracias al clima seco de estos parajes. La terapia era muy sencilla: paseos diarios por los campos moncaínos. Aunque durante los meses que permaneció por aquí hizo algo más. Según sus propias palabras: “…me he empapado de inspiración a la sombra de los seculares bosques que cubren la falda del Moncayo”.
Y no lo hizo solo. Con él vino su hermano Valeriano, pintor, alma gemela y compinche ilustrador de aventuras periodísticas. Ambos pusieron letra e imagen a esas excursiones. Alojados “al pie de las últimas ondulaciones del Moncayo”, cada día emprendían sus caminatas y se dejaban seducir por la atmósfera legendaria de esta montaña.
Las opciones de sendas y rutas para los Bécquer eran abundantes. Tantas como hoy. El actual Parque Natural del Moncayo es un paraíso senderista para todos los gustos y niveles, e incluso los más intrépidos pueden caminar hasta la cumbre. Con 2.314 metros es la más alta del Sistema Ibérico y se convierte en fantástico mirador sobre el Valle del Ebro, a un lado, y las tierras de Soria, al otro.
Hoy no llegaremos tan arriba. La idea no es hollar la cima, sino gozar de los parajes otoñales más sugerentes del parque natural. Nos referimos al hayedo de Peña Roya, el lugar donde mejor se capta porque los bosques del Moncayo despiertan desde siempre la imaginación de lugareños y visitantes. No hay que tener talento literario para embobarse en este hayedo. Los juegos lumínicos entre los árboles; los ocres del suelo, plagado de hojas en descomposición; los secos líquenes y los húmedos musgos adheridos a las rocas, o el sonido de las ramas agitadas por el viento… todo invita a soñar.
Se entiende que, en la leyenda becqueriana, las corzas blancas hablen entre la vegetación y confundan a los cazadores. La penumbra entre la espesura dispara las fabulaciones. Hay quién ha visto gnomos, geniecillos, espectros y ha fantaseado con esos aquelarres y brujas que fascinaron al espíritu romántico del escritor andaluz. Cuando Gustavo Adolfo salía a pasear por las faldas del Moncayo, no dudaba en sentarse a charlar con todo aldeano con el que se cruzaba. Era la oportunidad de recuperar el aliento en sus achacosas vías respiratorias y, al mismo tiempo, escuchar los relatos populares.
Cuentos sobre hechiceras que pactaban con el Maligno para lanzar conjuros a diestro y siniestro, algunas veces con malas intenciones, pero casi siempre con el deseo de sanar a sus vecinos, favorecer las cosechas o evitar desgracias. Al fin y al cabo, las brujas no dejaban de ser perfectas conocedoras del entorno. Las plantas, hongos o minerales no tenían secretos para ellas y sabían cómo mezclarlas en su justa medida para remediar dolores, calmar los impulsos animales o desinhibirse a base de un pizquita de tal seta por aquí y un poco de tal hoja machacada por allá.
Boticarias, curanderas, santeras… mujeres sabias y, por lo tanto, poderosas. Eso levantaba recelos. Algunos las consideraban una amenaza y, para defenderse, nada como desacreditarlas y culparlas de magia negra. Acusaciones que a veces acabaron en tragedia, como la que relata Bécquer sobre la Tía Casca, una mujer real del pueblo de Trasmoz a la que sus vecinos asesinaron impunemente para librarse de sus supuestos maleficios.
¡Qué nadie tema! Eso quedó atrás. Hoy el único hechizo del que seremos víctimas lo provocará la belleza del lugar y, quizás con suerte, alguien note el pellizco de la inspiración. ¡Probemos! Solo es cuestión de adentrarse en el bosque con los sentidos abiertos al goce del caminar.
La ruta es fácil e ideal para toda la familia. Apenas dos horas y media para unos ocho kilómetros sin cuestas pronunciadas. Con inicio y final en el mismo punto: en la Fuente del Sacristán, que dispone de área de aparcamiento y a la que se llega por la carretera que atraviesa el parque natural. Obviamente hay una fuente y, junto a ella, la señalización que nos indica la dirección y la denominación del sendero: el S1.
No tiene pérdida. Basta con seguir la pista que serpentea bajo las hayas. Un espectáculo de color en otoño y en cualquier época. Su sombra y frescor siempre le aportan fotogenia. Hayedos hay muchos, pero pocos con las condiciones de luz, viento y vistas del Moncayo. No olvidemos que es la montaña más alta y aislada de su cordillera, de ahí que su perfil de pirámide tendida sea inconfundible en el paisaje de Zaragoza y Soria, así como es una mole visible desde tierras navarras y riojanas.
Este carácter de hito paisajístico se disfruta tras los primeros kilómetros de la ruta. De pronto el hayedo se abre, se fuga por unos instantes y los senderistas están rodeados por un vertiginoso canchal de rocas. Esta zona se conoce como Barranco de Castilla y, paradójicamente, ofrece una inmensa panorámica de las comarcas zaragozanas de Tarazona, Borja e incluso el sur de las Cinco Villas.
Tras la foto de rigor, hay que seguir. Paulatinamente dejan de verse hayas, helechos, acebos o enormes serbales de cazadores, con sus frutos rojos esplendorosos en otoño. Desaparecen por avatares de la orientación solar y nos sumergimos en un espectacular pinar, donde cada árbol compite por ascender más y más buscando los rayos de sol en las alturas. El contraste entre hayedo y pinar no puede ser más sugerente.
Sin darnos cuenta se comienza a descender desde el prado de Santa Lucía, donde aún quedan muros de una antigua ermita y, como ahora el camino discurre por una senda a través del bosque, también se descubre la gran hondonada que sirvió como pozo de hielo. Un tramo de lo más entretenido si se buscan setas o se identifican las plumas caídas de las aves que viven por aquí, como el azor o el arrendajo.
En definitiva, más rápido de lo esperado estamos de nuevo en la Fuente del Sacristán. Si a alguien le sabe a poco, puede seguir por otros caminos, como el que baja al centro de interpretación de Agramonte. O puede tomar la pista que alcanza el Santuario de la Virgen del Moncayo. No obstante, nuestro consejo es paladear lo visto, sentido y caminado, así como recuperar fuerzas tomando un bocata en el área recreativa que hay junto a la fuente.
¿Anduvieron los Bécquer por esta ruta? No hay constancia, pero... ¿quién sabe? Quizás un paisano llegó una mañana con sus caballerías a Veruela dispuesto a mostrarles los bosques de la montaña y contarles historias locales. Como la del nigromante que originó el castillo de Trasmoz o la del exorcista Mosén Gil el Limosnero, que quiso ahuyentar el Mal de la comarca.
Gustavo Adolfo tomaría buena nota y, una vez en la abadía, redactaría sus particulares reportajes para revistas de la época. Unos relatos que forman sus Cartas desde mi celda, que muchos leímos en el instituto y que no tienen nada que ver con un presidio, sino con su hospedaje en las angostas estancias donde los monjes habían vivido durante siglos. ¡Desde que Veruela se construyera en el siglo XII como primer monasterio del Císter en Aragón!
Aunque, cuando llegaron los Bécquer, hacía décadas que estaba abandonado. Lo cual había supuesto expolios y destrozos. Para tratar de evitar la ruina, las autoridades de la época lo habían reconvertido parcialmente en hospedería. Así que los hermanos hallaron un monumento tan imponente como desnudo, con vestigios de su brillante pasado, pero sumido en un ambiente de desidia y desgracia.
Eso no impidió que quedaran fascinados y divulgaran como nadie sus encantos. De hecho siguen siendo los mejores embajadores de la zona. Por eso motivo, el Monasterio de Veruela del siglo XXI, ya restaurado en profundidad y habilitado para las visitas turísticas, abrió el Espacio Bécquer en la antigua cilla de la abadía. Un tributo a quiénes tanto hicieron por el Moncayo. Aunque también recibieron mucho de esta parte de Aragón. El propio Gustavo Adolfo lo confesó: No pueden ustedes figurarse el botín de ideas e impresiones que, para enriquecer la imaginación he recogido en esta vuelta por un país virgen y refractario a las innovaciones civilizadoras.