Establecimientos gastrónomicos más buscados
Lugares de interés más visitados
Lo sentimos, no hay resultados para tu búsqueda. ¡Prueba otra vez!
Añadir evento al calendario
Del mismo modo que el poblado de Astérix resistía a la invasión de los romanos, el conjunto de pequeñas aldeas diseminadas por Los Ancares resiste a los embates del tiempo y la modernidad. La comparación no es fortuita, puesto que hay un elemento común en ambos mundos dispares. Incluso hay quien dice que para el escenario del cómic de los irreductibles galos se inspiraron en estas tierras a caballo entre León y Lugo.
Las milenarias pallozas, esas robustas viviendas de planta circular con muros de piedra y tejados de paja, son la seña de identidad de esta recóndita región del norte apenas habitada, como también lo son de aquella otra tierra de viñeta que fue el hogar del pequeño guerrero y su orondo amigo pelirrojo. Un testimonio vivo de la prehistoria que a duras penas sobrevive en su propia estampa ancestral.
Recorrer Los Ancares es sumergirse en un territorio en el que el tiempo parece encapsulado en estas casas de aspecto tribal. Una sucesión de valles que remontan el curso de cuatro ríos (Ancares, Burbia, Cúa y Fornela) para elevarse después a montañas que alcanzan los 2.000 metros, tapizadas de castaños, nogales y robles centenarios. Estos bosques, junto al brezo que tiñe las laderas de una tonalidad púrpura, dibujan un bonito paisaje que ha sido declarado Reserva de la Biosfera.
Pero es al aislamiento, propiciado por su difícil orografía, al que debe esta región su peculiaridad. También a que el progreso pasara de puntillas en el siglo XX, cuando al fin se adecentaron las carreteras que hoy culebrean por el terreno. El resultado es la pervivencia de formas de vida tradicionales que suponen un viaje al pasado. Si a esto le añadimos la mezcla de influencias gallegas, cántabras y leonesas, encontraremos una cultura única que trasciende a las pallozas y los hórreos.
La ruta por la vertiente leonesa tiene en Vega de Espinareda el mejor punto de partida por su acceso tanto al valle de Ancares como al de Fornela. Quienes se decidan por este último encontrarán un reclamo en el Castro de Chano, un asentamiento astur del siglo I a. C. cuyos fotogénicos restos asoman entre las laderas y quedan después explicados en el Aula de Interpretación.
Sin embargo, es el valle de Ancares, que da nombre a todo el territorio, el que permite un acercamiento más completo, con rincones donde detenerse a descubrir otro ritmo de vida. Empezando por el propio municipio que sirve de puerta de entrada y que es, paradójicamente, el más poblado de la zona.
En Vega encontramos uno de los monasterios más importantes de León dentro del estilo neoclásico: el de San Andrés de Espinareda, originario del siglo X, pero reconstruido en varias ocasiones tras sucesivos incendios. También un bonito puente romano que enmarca la playa fluvial más codiciada del verano. Y a dos kilómetros, el pueblo de Espino, al que acudir los días 1 y 15 de cada mes para disfrutar de la feria del pulpo.
Casi sin darnos cuenta, la carretera nos deja en la localidad de Sésamo, famosa por albergar el conjunto arqueológico de Peña Piñera, al que se accede tras una pista de grava. Hay que pasar por el Corral de Lobos, que servía de trampa a estos mamíferos, para llegar al farallón que sirvió de lienzo a un esquemático arte rupestre desarrollado en el Postpaleolítico.
Una vez aquí, todo será tirar de agudeza visual para localizar estas pinturas, que recrean figuras humanas y animales (antropomorfos y zoomorfos), a veces tan escondidas que incluso con los paneles informativos cuesta divisar. Para consuelo queda la soberbia panorámica de la reserva, un paisaje que alcanzará todo su esplendor más adelante, en el Puerto de Ancares, a 1.669 metros de altitud.
Pero ¿qué hay de las pallozas? Volvamos los ojos al emblema de la comarca. De las arcaicas casas de montaña, cuyo origen se pierde en la cultura céltica, apenas quedan algunas muestras en las que comprobar cómo era la vida hace poco más de medio siglo, cuando familias y ganado compartían techo en estos hogares encapuchados de paja. Hay que ir a Pereda de Ancares y buscar la palloza del señor Antonio para que su hijo Octavio –teléfono de contacto: 626 72 02 89– enseñe gustoso esta reliquia, intacta por fuera y por dentro.
Él mismo mostrará la foto de su tía abuela, la última en ocupar esta morada hasta el año 1964. "Aquí se vivía en condiciones muy duras, junto a las vacas, sin luz eléctrica y sin más calor que el generado por el fuego que expulsaba el humo por el propio tejado", recuerda.
El peligro de incendio fue, precisamente, uno de los motivos por los que las pallozas de Los Ancares son hoy una especie de fósil. Además de Pereda, podemos contemplarlas en Balouta, poblada por 18 almas que se lamentan de la escasez de paja de centeno –"la realmente buena"– y la dificultad que supone mantener estos teitos. Por algo, justifican con tristeza, qu muchos se han sustituido por pizarra y –en el peor de los casos– por chapa. Por no hablar de que cuesta encontrar un ejemplar que no lleve adosada una farola o un triste poste de luz.
Más pallozas y hórreos, tal vez el conjunto más hermoso, perviven en Piornedo, ya en territorio gallego –a donde se llega previa parada en la pintoresca aldea de Suárbol–. Aquí no solo se presentan en perfecto estado de conservación, sino que hasta existe un museo, 'Casa do Sesto', donde se muestran los usos y costumbres que definen a esta vivienda que dejó de ser habitada en 1970.
Aunque históricamente el oso pardo ocupó gran parte de este territorio, lo cierto es que su presencia se vio drásticamente reducida debido a la persecución y la alteración del medio. Afortunadamente, desde finales del siglo XX, su población se está recuperando y hay quien ha visto alguno merodear por los viejos colmenares.
Nada que preocupe demasiado a los escasos habitantes de Los Ancares. Los lugareños están acostumbrados a convivir con una fauna que incluye jabalíes, corzos, ciervos, lobos y gatos monteses, además de todo un repertorio de aves (cernícalos, buitres, gavilanes, águilas culebreras…) entre las que destaca la especie más emblemática: el urogallo, que se atiborra del fruto de los acebos que cada invierno decora los campos con sus bayas rojas.