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Para el prestigioso periódico francés Le Monde, Riglos, un pequeño pueblo de 250 habitantes situado a 50 kilómetros de Huesca, es el séptimo de sus 20 destinos preferidos de todo el mundo para visitar en 2022. Ahí es nada.
Es tan especial porque se encuentra “a la sombra de los flamantes gigantes”. Esta es una de las muchas formas de describir los afamados mallos que rodean el pueblo, cuya hipnótica presencia deslumbra. “Te quedas estupefacto pensando si son reales o no”. Así resume el guía de montaña del refugio de Riglos, José Andrés Pintado, las sensaciones que a él le transmiten los turistas.
A este relieve del terreno, que encuentra en el término aragonés mallo una singular acepción, hay varias formas de acercarse. Desde el punto de vista geológico, conociendo que estos conglomerados rojizos tienen su origen en procesos erosivos: desde el Mioceno hasta el Cuaternario. El mallo Pisón y su alma gemela, Firé, se elevan 300 metros a pocos pasos de las casas blancas de Riglos. Impresiona contemplar semejantes moles de roca junto a las viviendas.
La flora y la fauna son un buen complemento. Especialmente llamativa la colonia de buitres leonados, una de las más abundantes y estables de la Península Ibérica. Y la condición de frontera histórica, botánica, climática y hasta cultural y social, ayuda a entender el lugar desde otros puntos de vista.
Sin embargo, puestos a elegir el tono del relato, son las emociones propias y ajenas las que mejor trasladan la magia del escenario. Eso sí, hay que dejarse atrapar por él. Sucumbir a sus encantos. Lo de la foto bonita y a otra cosa, como que no merece la pena.
Por lo tanto, el plan sugerido va de andar -no mucho- hasta completar El camino del cielo, una ruta circular de poco más de cinco kilómetros, accesible y asequible físicamente, bien señalizada y que en otoño e invierno ofrece las mejores sensaciones. También se puede hacer en primavera y verano, pero buscando las horas de menos calor.
El recorrido no tiene pérdida. Se inicia en las calles del pueblo y el desnivel acumulado no llega a 400 metros. Sin muchas paradas, se hace en dos horas y media, pero no es lo más recomendable. Conviene tomárselo con calma.
José Andrés aconseja hacerlo en el sentido de las agujas del reloj, “empezando por la parte más pendiente, ya que las fuerzas están intactas”. Pero, sobre todo, porque “es más seguro hacer la bajada por la otra zona”, la más tendida. Las dos opciones son válidas.
Enseguida se nota que estamos en un territorio “muy francés”: una grupeta ciclista; las caravanas del aparcamiento; los jubilados que después de visitar las Bardenas navarras y antes de ir a San Juan de la Peña, inician ilusionados la ruta senderista…
Pablo, un guía español que vive en Francia, acompaña a este último grupo. “Para ellos, la cara sur de los Pirineos es un paraíso: el sol, la estructura tradicional de los pueblos, los grandes espacios abiertos, la gastronomía...”. Todo les atrae.
Este guía no sigue los consejos de su compañero y sugiere echar a andar en el sentido contrario a las agujas del reloj, dejando el pueblo a la izquierda. “Al iniciar la subida por la mañana da el sol desde primera hora, y en otoño e invierno se agradece”.
La pendiente es suave y las paradas para hacer fotos, continuas. “Ahora entiendo lo del camino del cielo”, exclama un excursionista. Siempre vas mirando hacia arriba, contemplando las paredes calizas que, como una rampa de despegue, se fusionan con el azul celeste.
Por esta ruta, a media ascensión, la foto es la de los mallos Pisón, Cuchillo, Melchor Frechín, Visera y Bentuso agrupados como una sola pared. Momentos antes, llama la atención otra perspectiva: la de los mallos de Riglos, Agüero y Peña Rueba uno detrás de otro, enfilados, pero alejados entre sí.
Muy rápido se gana altura por un camino zigzagueante. “Hay tramos en los que se conserva la antigua vía romana de piedra, que se construyó para que pudieran subir y bajar cargados los animales herrados”, explica José Andrés.
En otoño e invierno, es en esta cara más calentita donde se concentran los escaladores. Si llevan ropa llamativa, se distinguen a simple vista ascendiendo por alguna de las más de 200 vías abiertas. En cualquier caso, merece la pena llevar unos prismáticos para captar el detalle.
Haciendo bastantes paradas, en poco más de hora y media se llega al punto más alto: el mirador de Bentuso. En este lugar hay que quedarse un buen rato. Los mallos exteriores, que han acompañado la ascensión, han quedado atrás para dejar paso a una de las panorámicas más icónicas de la ruta.
A la izquierda, el mallo Pisón, el más imponente, con sus casi 300 metros y su gran envergadura. A la derecha, el Firé, su torre gemela, coronado, como si fuera una boina, por el perfil de la sierra del Moncayo que se adivina a lo lejos. Y, en medio, las llanuras que rodean el cañón del río Gállego en su tramo medio, una vez que ha dejado atrás las sierras exteriores y las tierras pirenaicas donde nace.
Es lo que se ve desde este balcón, pero la pradera invita a tumbarse y dejarse ir. Sentir cómo la naturaleza te habla y al abrir los ojos, probablemente, contemplar a varios buitres leonados envueltos en una corriente térmica que los eleva hacia el cielo haciendo círculos. Es en esta zona donde más abundan. Durante el descenso se observan a simple vista, pero los prismáticos sirven de nuevo para contemplar con detalle su bonito plumaje.
En la bajada, El camino del cielo sugiere otras sensaciones. Ya no hay que elevar la vista. Es la inmensidad de la llanura de la Hoya de Huesca la que se confunde con el azul celeste en la línea del horizonte. Y, enmarcando el paisaje, el Pisón y el Firé, uno todavía en sombra y el otro soleado, reflejando la luz y, sobre todo, el calor, como si fuera un acumulador.
El descenso es más pronunciado, así que hay que asegurar la pisada, pero es sencillo. En poco más de una hora se llega a la base de los dos mallos más famosos. Impresiona acercarse y levantar la vista. El guía José Andrés explica que en invierno la luz es muy especial. “Aunque en la Hoya de Huesca y en la depresión del Ebro haya niebla, esta zona siempre está despejada”. Por la tarde, a medida que cae el sol, los tonos rojizos de las paredes se incendian. Es el momento de alejarse un poco y de contemplar desde otra perspectiva su bonito perfil.
En poco más de 20 minutos se llega a ‘Bodegas Pegaláz’, en el término municipal de Santa Eulalia de Gállego. Hay unos cuantos argumentos que la vinculan con los mallos de Riglos: los evoca el único volumen emergente de la bodega; la familia propietaria, que es originaria de Casa Pisón, en Riglos; la estampa del macizo rocoso, que aparece majestuosa al fondo, detrás de los viñedos, y por último, el tinto Firé como su vino más especial. Todo apunta en la misma dirección.
Firé no es un vino cualquiera. En 2019, la añada de 2014, elaborada con las variedades cabernet-sauvignon, merlot y tempranillo, recibió un Gran Baccus de Oro y fue seleccionado entre los 23 mejores del mundo.
La bodega es familiar, muy pequeña. Está enterrada en una colina, lo que facilita la elaboración y proporciona una gran inercia térmica al edificio. Es un proyecto pegado a la tierra, que nació hace poco más de 20 años como una apuesta personal por recuperar unos viñedos desaparecidos. Ese apego al territorio se respira en cada rincón y se traduce en la copa. Sencillamente, es un vino que habla del lugar donde ha nacido.
Fermenta a una temperatura muy baja y la decantación es natural. No se fuerza ningún proceso. Se cata en las barricas y sale de ellas cuando está listo. Ni antes ni después, cuando la madera ha aportado el equilibrio justo. Un vino artesanal. Lo es también por su escasa producción, ya que del premiado Firé, por ejemplo, se elaboran 20.000 botellas, y de sus dos hermanos pequeños -garnacha 100 % y macabeo- poco más de 3.000.
En ‘Bodegas Pegaláz’ se organizan encuentros y se hacen visitas personalizadas. Nada de grandes grupos. Todo tiene un aire familiar y romántico, de verdadero amor por el trabajo bien hecho. La estampa idílica se da en el mirador de la parte superior, con la bodega a los pies y los viñedos y un pequeño bosque alrededor. Y no muy lejos, una botella de Firé y varias copas. Es difícil imaginar una mejor forma de poner el lazo a esta jornada. Por supuesto, con el perfil de los mallos de Riglos enmarcando la postal.