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Y, con sus escritos de hace más de un siglo, Lee Bates nos descubre otra mirada en un lugar que en invierno se resiste a ser sepultado por el turismo. De casona en casona, por sus calles empedradas y bajo escudos increíbles y balconadas hermosas, volver es siempre un placer. Si puede, no lo haga en verano.
“La ciudad de Santillana (del Mar), cuyos señores se proclamaban en tiempos soberanos de Santander, ha quedado reducida a una pequeña población y la iglesia, casi abandonada, es una ruina”. Corría el año 1899 cuando la ilustre profesora de lengua inglesa y escritora, Katharine Lee Bates, entró a España y describió así la villa cántabra.
A Santillana del Mar llegó desde Santander. Si Katharine se diera un paseo ahora, se asombraría de que los edificios medievales hayan sobrevivido; de que sus calles empedradas están impolutas y, desde luego, de los grupos de estudiantes franceses, italianos o británicos que han sustituido a los muleros y sus reatas. Todos ellos posan en las escalinatas de la colegiata, por donde sus amigas también corrieron.
Durante meses y acompañada por una “osada amiga que atravesó el Atlántico para acompañarme”, Lee Bates recorrió el país hasta Andalucía. De esa experiencia nació Carreteras y caminos de España, inencontrable en castellano y casi imposible de comprar en inglés.
Una lástima, porque el libro de Lee es un hallazgo, un rara avis que se dedica a desmontar los tópicos sobre los españoles, como se recoge en Viajeras anglosajones por España, coordinado por Alberto Egea, y en otros pocos papers y estudios universitarios. Lee fue colaboradora de la norteamericana Alice Gulick, la misionera protestante que trajo a España el Instituto Internacional y que, unas décadas antes, comenzó su intento de extender el protestantismo desde Santander.
Volver a Santillana del Mar con las gafas de Katharine es mucho más entretenido que hacerlo solo apoyados en la dichosa frase de Jean Paul Sartre en La náusea, citada como referente de todas las guías, porque el personaje Autodidacto dice aquello de que esta villa es “una verdadera reliquia en la vida del hombre”.
Hasta ahí llegan las citas. Es probable que Sartre viniera a Santillana acompañado de Simone de Beauvoir, quien le arrastró al inicio de los años treinta del siglo pasado. El filósofo del 68 no es que se derritiera por este país, sin embargo el Castor sí que describió España en otras cuantas páginas, en sus diarios. Pero esa es otra historia.
Aparcar en Santillana del Mar un día de entre semana y lanzarse a la búsqueda de algunas de las sorpresas que lanza Lee Bates es un placer. De la famosa colegiata de Santa Juliana, cuenta que “todo el frente del altar mayor está repujado en plata maciza, el retablo es de un arte admirable”.
Lo primero -la mención de la plata repujada- sorprende al grueso de los visitantes, que han vuelto y una otra vez a la maravillosa colegiata románica, porque del altar mayor deslumbra su estilo hispano-flamenco y las tablas pintadas del martirio de Santa Juliana, que da nombre a la colegiata, no catedral, como escribe Lee Bates.
Pero, hete aquí, que siempre se da con algo diferente con los libros de guiris y más aún si son mujeres, a menudo con una mayor sensibilidad a la hora de apreciar los detalles cotidianos o domésticos.
“Pues sí, la señora tiene razón. En el altar mayor, en la parte de abajo, si miráis detrás de la mesa descubriréis la plata repujada. Vino de México”, confirma el vendedor de entradas de la colegiata, que no quiere aclararnos si es el sacristán o monaguillo ayudante de los sacerdotes de la iglesia.
Ahí está, entre la penumbra y las escasas visitas, detrás del altar cubierto con el paño de lino, la increíble pieza de plata repujada, una pieza seguro que maestra para los entendidos, ostentosa para los menos sabios. O quizá ambas cosas.
La Universidad de Cantabria dice al respecto que “se trata de un frontal de plata que don Luis Sánchez de Tagle envió desde México a Santillana del Mar con el objeto de honrar a su colegiata. Don Luis Sánchez de Tagle (1642-1701) nació en Santillana, de donde marchó a México siendo muy joven”. Un indiano afortunado y trabajador que devolvió parte de su riqueza al pueblo de las tres mentiras -ni es santa, ni es llana, ni tiene mar- mediante esta joya para Santa Juliana.
Ha salido el sol en la villa y el claustro luce en toda su belleza. “Lo más valioso de todo era el venerable claustro, cubierto de hierbas y ruinoso”, cuenta Lee Bates. Así lo encontraron las amigas de la escritora protestante, lo que no impidió que les resultará “lo más valioso”. Y así sigue siendo hoy, un placer para la mirada. Los capiteles más importantes, los del ala sur y parte de la oeste, en estilo románico e historiados, con los componentes narrativos y el bestiario -lobos, leones, arpías- del románico del siglo XII y de una calidad notable.
Confirmado el descubrimiento de la plata en el altar y paseado el claustro, corretear y andar por la villa, “cuyas calles estrechas y tortuosas no invitan a ir en carruaje”, relata Katharine, es un gusto. Conviene hacer como las amigas de la escritora, pisar con mimo “aquellas losas, desgastadas por el roce de tantos pasos, y poder tocar, con solo extender los brazos a ambos lados, las casonas como fortalezas”. Uf, absurdo ejercicio en la actualidad. Todo apunta a que la compañía de Lee Bates exageró.
Por más casonas y torreones que hay de la nobleza en Santillana, a cada lado de la calle, en ninguna se estiran los brazos y se toca una casa a cada lado. A no ser que las señoras fueran gigantonas. Lo que sí queda es el esplendor de esas casas-palacio, muestra del poder de la nobleza cántabra entre los siglos XV y XVI, e incluso del XVII, cuando empezó su decadencia. Los tiempos grises duraron un siglo y medio, porque el descubrimiento de las Cuevas de Altamira, con sus pinturas y bisontes, la situó en el mapa del planeta Tierra.
Para recorrer las calles empedradas mejor olvídense de los tacones. La villa medieval, conservada con delicadeza, es peatonal salvo para sus empadronados. A base de años y trabajo para civilizar el turismo, sus casonas de escudos increíbles y artísticos, tan propios de las pretensiones de los hidalgos y caballeros cántabros, lucen bien restauradas, incluso en exceso para algún experto.
Las tiendas de productos típicos están cuidadas y el nivel es mejor que en el de algunos otros pueblos de este estilo, con comercios mantenidos exclusivamente para el turismo. Aquí, los sobaos del Pas, las anchoas de Santoña o la Casa Quevedo donde, desde hace décadas, se toma la merienda de leche y sobao, son artesanas, de calidad.
La estética de las tiendas agrada a la vista, lejos de los letreros fluorescentes y chillones. Pasear por la villa al caer el día, cuando los autobuses se han ido, las luces cálidas se encienden y la niebla -tan bella y amiga de estas calles de piedra arenisca y medieval- humedece las paredes y siembra de misterios cada esquina, es tan evocador que se pueden escuchar las caballerías de la diligencia sobre cada piedra o los pasos apresurados de los enamorados a punto de ser descubiertos.
Santillana está viva y cuenta con otros lugares que merecen visitarse, como el museo de la tortura o exposiciones en respetables salas de arte, en algunas de las casonas más importantes, alrededor de la Plaza Mayor. El parón en su desarrollo hasta finales del siglo XIX fue una bendición. En 1889 fue declarada Monumento Histórico-Artístico. Y, además de los extranjeros citados, escritores del país como Benito Pérez Galdós, Menéndez Pelayo u Ortega y Gasset, han escrito sobre su belleza.
Cuando los pies ya no pueden más, vale la pena regresar a las impresiones de Katharine. Según cuenta, sus amigas acaban en la posada de Gil Blas. Habría debate sobre quien puso a Santillana del Mar en ese mapa, si la colegiata y su románico; las Cuevas de Altamira o la novela picaresca.
En Europa, La Historia de Gil Blas de Santillana o Aventuras de Gil Blas de Santillana -tradicionalmente atribuida al francés Alain-René Lesage, pero de cuya autoría hay dudas desde hace tiempo- ha hecho las delicias de los franceses -e ingleses- durante siglos, pero es quizá el texto de este pícaro Gil Blas el que más ha influido en la imagen de los españoles: vagos, sucios, algo retrasados, pícaros…
Junto con la leyenda negra y la contribución de británicos como Richard Ford y George Burroughs, el hidalgo nacido en Santillana y bautizado como Gil Blas hizo famoso el lugar, pero con un coste reputacional para el ciudadano de este país que ha costado siglos mitigar.
Hoy, la supuesta casa orígen de Gil Blas -no lo crean, es un personaje de fantasía- no es la posada que describe Lee Bates, “rural y pobre, cuya sala, larga y baja, ennegrecían aún más las nubes de humo del tabaco que fumaba una horda de muleros mientras se entretienen jugando a las cartas; pero a las damas se les sirvió limonada al aire libre, en el porche, con mayor cordialidad y cortesía que en ‘Delmonico’”.
Ese “pero a las damas….” es constante en la obra de la escritora. A cada tópico -o no, porque lo de los muleros suena a cierto por el lugar de tránsito de Santillana- la norteamericana tiene el detalle de poner un adversativo que deshaga lo más manido de la visión de los guiris sobre España.
Hoy, en la posada más famosa de Santillana del Mar, el ‘Parador de Gil Blas’, no hay muleros ni aparece “un caballero normal, con sombrero de paja, tan urbanita y moderno como si acabara de salir de un café de Madrid”, pero sí que hay una terraza agradable y unos acabados de vieja casona montañesa que invitan a disfrutar, charlando de lo que siempre se descubre y redescubre en los paseos de este pueblo medieval.