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Visita a La Alameda de Orejana (Segovia)

Un pueblecito vacío, pero nunca abandonado

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Actualizado: 10/08/2020

Fotografía: Alfredo Cáliz

La vegetación recupera las tierras que le robaron. Como el mar, a veces la tierra guarda su escritura de propiedad. En cuanto el hombre abandonó La Alameda, un pueblecito segoviano, barrio del concejo de Orejana, hiedras y zarzas se aliaron con las tejas y las ventanas para tapar sus secretos. Pocas cosas más misteriosas que una casa deshabitada, donde una silla aún conserva una vieja camisa de campesino; una maleta vacía lo dice todo, como un puchero oxidado y una nevera desvencijada que esperan al pie de la escalera, por donde traspasa el sol, adornado con motas de polvo.

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Solo el chorro de la fuente –tan alegre y abundante, simula que ayer vinieron las chicas a llenar el cántaro y hacerse las encontradizas con el pretendiente– compite con el susurro de las hojas de fresnos, chopos o robles. O con la hermosa encina que despide la parte alta del pueblo. Puede que este lugar, en sus tiempos de esplendor tuviera más de ocho o diez casas, ahora solo un par de ellas podrían restaurarse con memoria de lo que fueron.

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Una nevera desvencijada en la casa, manchada con un agresivo grafiti –feo por cierto, poco que ver con el arte popular– rompe el embrujo del momento. Al arrancar el camino desde Orejanilla, al pie de la ermita, Jaime –el vecino "de la esquina"– nos ha dicho que no hubía luz. "Recuerdo el día en que el último habitante del pueblo, Juan, pasó por esta puerta con el carro cargado tirado por las vacas, con colchones y enseres, camino de El Arenal. Creo que se fueron por lo mal que estaban los caminos, sin agua corriente" explicaba, mientras con la mano señalaba el camino.

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"Luz sí que hubo, lo que nunca tuvimos fue agua corriente", rememora Concepción Santa Engracia, la última persona que guardará memoria viva de La Alameda. Al menos por edad. Concha vive ahora en El Arenal, igual que alguno de sus tíos que dejaron el pueblecito, a más tardar, al inicio de los 70 el último.

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Desde Orejanilla, el camino señalado por Jaime, entre robles, encinas, romero y cantueso –unos dos kilómetros– se ve agitado por la brisa, que extiende los olores a través de las hojas que sombrean y ayudan en la cuesta, no muy empinada. Esta primavera del 2020 ha tenido tristezas, pero para la naturaleza solo ha habido alegrías. No llovía tanto desde hacía décadas y la ausencia de máquinas durante semanas han devuelto la vegetación a tiempos felices. Los gorriones, mirlos y alguna golondrina se lo pasan pipa en las ramas, mientras el milano observa desde el aire, dispuesto a caer sobre algo que se mueva por aquí abajo.

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Antes de entrar en el pueblo, el sonido de la fuente levanta el ánimo. Los lugares vacíos que tuvieron tanta vida tienen algo de sobrecogedores, por más que el día sea azul. El agua tan fresca es un placer; apetece beber y refrescarse la cara. La puerta de madera y de doble hoja, al lado de la pared que sufre la pintada negra, chirría antes de descubrir sus interioridades. La escalera soleada que sube al sobrao o camarote, sugiere algún baúl que guardó secretos de amores o traiciones con cartas lejanas, entre mantas zamoranas sin polilla, gracias a la naftalina hoy desaparecida. Una cacerola que nunca fue golpeada para protestar por falta de fuerzas ante tanto trabajo, descansa en el suelo, oxidada.

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El final de una historia

"El pueblo se deshabitó, no me gusta el término 'abandonado', porque todo lo que hay allí sigue teniendo dueño. La mayoría de la gente que allí vivía eran familia. Como no llegaba la carretera, se fueron bajando aquí, a El Arenal, donde está el Ayuntamiento", recuerda Conce, ya en este pueblo principal.

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En la distribución como concejo de Orejana –no es un pueblo, sino que agrupa a cinco pueblecitos o barrios, El Arenal, Orejanilla, Revilla y Sanchopedro, además de este– La Alameda era el más chico. Por lo menos en los 70. "Mi madre se casó y se vino a El Arenal; luego lo hizo la tía Quintina y los últimos, la familia del tío Juan. Recuerdo a mi madre lavándome el pelo en el patio y a mi abuela, bebiendo el agua de la fuente, que nunca se le escapaba ni una gota entre las manos", sigue contando Conce, con la memoria fresca, como lo que se vive en la infancia.

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La gente se empezó a marchar en la segunda mitad de los años 60; sin carretera, ni escuela ni ayuntamiento, cuando aún caían nevadas y los caminos eran impracticables, aquello se fue poniendo difícil. La necesidad, que no la moda, trajo la emigración, aunque fuese al pueblo de al lado. Durante años, Modesto, otro tío de Concepción, subió a cuidar lo que aquí había.

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Y aún hoy, está claro que alguien lo cuida y sube, porque en la fuente de atrás, donde un pilón hermoso debió de servir de abrevadero y lavadero, alguien ha plantado los chopos jóvenes, mientras las piedras del viejo molino sirven de paso entre las toyas que dejan los manantiales. "Solo pido que si la gente sube, pasea, mira, no lo destrocen. Aquello tiene dueños, no está abandonado. Insisto, solo deshabitado", ruega la mujer que desde el cercano Arenal, se ha convertido en el final de una historia. Por ahora. Conce no sabe nada de los rumores de presuntos compradores del pueblo para hacer negocio.

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