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Hace décadas que nadie reside de forma permanente en Caudilla y se nota nada más poner un pie en el pueblo. El viento aúlla en los oídos al atravesar la vasta llanura toledana y el murmullo de conejos correteando entre los cardos recuerda al traspiés de un humano, o quizá de alguna figura aún más extraña. Por si acaso, no miramos hacia atrás.
Una valla del ayuntamiento del que Caudilla forma parte desde principios de los 70 -Val de Santo Domingo, con poco más de 1.000 habitantes- permanece colocada a la entrada del despoblado, pero no disuade a algunos curiosos que se aventuran por las noches. Tampoco a los aficionados a la fotografía que, sobre todo al amanecer y al atardecer, se acercan en busca de esa instantánea perfecta.
“Cantidad de gente viene los fines de semana”, reconoce Miguel Ángel Torres Merchán, vecino de Val de Santo Domingo y estudioso de la historia de la zona. Es él quien esboza a Guía Repsol el pasado de esta singular estampa, empezando por las ruinas del castillo que se erige enmarcado por dos hileras de casas vacías.
Tan solo uno de los torreones ha soportado el paso del tiempo, los años de abandono; precisamente en sus almenas se alza quizá algo desafiante un Cristo del Sagrado Corazón. “La verdad que el castillo tiene cierto embrujo”, comenta Torres Merchán, antes de explicar que la familia Rivadeneyra mandó construir la fortaleza a finales del siglo XV, aunque la figura es posterior, “de los años 50”. La rotundidad de las ruinas en mitad de planicie, con la sierra de Gredos en segundo plano, incita a sacar la cámara de fotos.
La vegetación se abre paso desde el interior de las viviendas y solo se escucha el crujir de las hojas bajo nuestras zapatillas, ya polvorientas. Camas deshechas sin motivo, sombras fantasmales atravesando el salón y luces sobrenaturales en la carnicería cercana son solo algunas de las anécdotas turbadoras que ha escuchado Torres Merchán a algunos vecinos del pueblo, muchos de ellos ya mayores.
Saliendo de la precaria calle, a la izquierda se encuentra “lo que era la antigua plaza”, con la iglesia y su extraño árbol calcinado junto a una de las fachadas laterales. La entrada está cegada, para evitar accidentes, pero algunos se siguen colando para multiplicar aún más la adrenalina. Según cuenta Torres Merchán, una cadena hotelera se interesó por este enclave porque “es un despoblado que tiene su misterio”, pero no consiguieron los permisos. Por suerte, sigue estando disponible para los instrusos.
Algo más alejado, sin camino que dirija hacia él, se puede llegar pisando terrones al recoleto cementerio. Frondosos cipreses rodean el recinto tapiado; un puñado de lápidas resisten en el interior y una cruz descansa en la entrada. Debajo, se puede leer: “esta tierra fue regada en 19 de septiembre de 1936 con la sangre de los mártires…”. Eran Claudio Ruiz Bajo y sus tres hijos, José, Alejandro y Jesús. Suficiente por hoy. Ya es de noche en el pueblo y, tras un último vistazo a la hipnótica perspectiva, toca volver a casa.
Apenas una hora separa Caudilla del centro de Madrid, siguiendo la A-5 e incorporándonos a la M-4009 a la altura de Santa Cruz del Retamar. Kilómetros antes comienzan a asomar, algo tétricas, las ruinas del estoico torreón. Es cierto que, a veces, el misterio aguarda a la vuelta de la esquina.